2. La ley del garrote y el colmillo
El primer día de Buck en la playa de Dyea fue como una pesadilla. A cada momento le sobrevenía una sorpresa desagradable. Lo habían arrancado de manera repentina del centro de la civilización para arrojarlo bruscamente al corazón mismo de lo primitivo. La suya ya no era una vida regalada, acariciada por el sol, sin otra cosa que hacer que haraganear y pasar el rato. Aquí no había paz ni descanso, ni un solo momento de seguridad. Todo era acción, un desorden confuso; no había instante en que su vida o su cuerpo no corrieran peligro. Era necesario estar siempre alerta porque aquellos perros y aquellos hombres no eran perros ni hombres civilizados. Eran todos salvajes que no conocían más ley que la del garrote y el colmillo.
Nunca había visto perros que pelearan como lo hacían aquellas fieras lobunas, y su primera experiencia le enseñó una lección inolvidable. Cierto que fue experimentada por otro, pues de haberla vivido en carne propia, no habría sobrevivido para sacar provecho de ella. Curly fue la víctima. Habían acampado cerca del almacén de leña, y Curly, con su talante cordial, se acercó a un fornido husky del tamaño de un lobo adulto, aunque apenas la mitad de su tamaño. No hubo advertencia previa, solo una embestida fulminante, un choque metálico de dientes, una retirada igualmente veloz, y la cara de Curly quedó desgarrada desde el ojo hasta la mandíbula.
Era así como peleaban los lobos: atacaban y se retiraban; pero aún le quedaba más por ver. Treinta o cuarenta perros esquimales corrieron hasta el lugar para formar un círculo alerta, silencioso, en torno a los combatientes. Buck no comprendía aquel silencio expectante ni tampoco la ansiedad con la que se relamían. Curly se abalanzó sobre su adversario, que volvió a atacar y dio un salto hacia el costado. El husky recibió la siguiente acometida con el pecho de forma tan decidida que hizo perder el equilibrio a Curly; y ya no volvió a recobrarlo. Esto era lo que el círculo de perros estaba esperando. Cerraron el círculo en torno a ella, gruñendo, aullando, y Curly, entre alaridos de agonía, quedó sepultada bajo aquella masa de cuerpos peludos.
Aquello fue tan inesperado, tan repentino, que Buck quedó desconcertado. Vio a Spitz sacando su lengua escarlata, pues así se reía, y vio a François, hacha en mano, cargar contra aquel revoltijo de perros. Tres hombres armados con garrotes le ayudaron a dispersarlos. No les llevó mucho tiempo. A los dos minutos de haber sucumbido Curly, los últimos asaltantes fueron ahuyentados a garrotazos. Pero ella yacía allí, deshecha y sin vida sobre la nieve pisoteada y ensangrentada, hecha literalmente pedazos, y de pie junto a ella el moreno mestizo blasfemando, enfurecido. A menudo, esta escena venía a turbar los sueños de Buck. De modo que así eran las cosas: nada de juego limpio. Una vez en el suelo, estabas perdido. Ya se las arreglaría él para mantenerse siempre erguido. Spitz volvió a reír y sacó la lengua, y desde aquel momento Buck le profesó un odio amargo e implacable.
Antes de haberse recobrado de la conmoción que le provocó la trágica muerte de Curly, Buck experimentó otra peor. François le sujetó al cuerpo un aparejo de correas y hebillas. Era un arnés semejante al que había visto poner a los mozos sobre los lomos de los caballos del juez Miller. Y tal como había visto faenar a los caballos, así tuvo que ponerse a trabajar él, tirando del trineo para llevar a François hasta el bosque que bordeaba el valle y regresar con una carga de leña. Aunque su dignidad resultó íntimamente herida al verse convertido en animal de carga, fue lo bastante prudente como para no rebelarse. Se entregó con afán a la tarea y se esforzó al máximo, por más que todo le parecía nuevo y extraño. François era severo, exigía obediencia inmediata y la lograba en el acto a golpe de látigo; por su parte, Dave, que era un experimentado perro de varas, mordisqueaba los cuartos traseros de Buck cada vez que este cometía un error. Spitz, que era el que guiaba, era igualmente experimentado, pero como no siempre podía acercarse a Buck, le lanzaba de vez en cuando gruñidos de reproche o echaba astutamente su peso sobre las riendas para forzarlo a seguir el rumbo correcto. Buck aprendía con facilidad y, bajo la tutela conjunta de sus dos colegas y de François, realizó notables progresos. Antes de regresar al campamento ya sabía que ante un¡so! tenía que detenerse y ante un¡arre!, además de avanzar, trazar las curvas con amplitud y mantenerse alejad