: Jack London
: La llamada de lo salvaje
: Nórdica Libros
: 9788416440702
: 1
: CHF 7,90
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 175
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
CENTENARIO DE LA MUERTE DE JACK LONDON Buck es un perro que lleva una buena vida en un rancho de California con su amo, el juez Miller, hasta que lo roban y venden para pagar una deuda de juego. Se lo llevan a Alaska y allí pasa a manos de un par de canadienses entregados a la fiebre del oro que lo entrenan como perro de trineo. La dureza del entorno provocará que Buck vaya recuperando su lado salvaje, única forma de sobrevivir en las frías tierras del norte. Jack London pasó casi un año en el Yukón (Canadá) recogiendo material para el libro. La historia fue publicada por entregas en el Saturday Evening Post en el verano de 1903 y un mes después en un único tomo. La gran popularidad y el éxito del libro cimentaron la fama de London. Gran parte del atractivo de esta novela deriva de su aparente simplicidad y de la intensa emoción que transmite este relato de supervivencia.

AUTOR Jack London (San Francisco, 1876 - Glen Ellen, 1916). John Griffith Chaney. Novelista y cuentista estadounidense de obra muy popular, en la que figuran clásicos como La llamada de la selva (1903), que llevó a su culminación la aventura romántica y la narración realista de historias en las que el ser humano se enfrenta dramáticamente a su supervivencia. Muchos de sus títulos han alcanzado difusión universal. En 1897 London se embarcó hacia Alaska en busca de oro, pero tras múltiples aventuras regresó enfermo y fracasado, de modo que durante la convalecencia decidió dedicarse a la literatura. Un voluntarioso período de formación intelectual incluyó heterodoxas lecturas (desde Kipling a la filosofía de Nietzsche) que le convertirían en una mezcla de socialista y fascista ingenuo, discípulo del evolucionismo y al servicio de un espíritu esencialmente aventurero. ILUSTRADOR Javier Olivares (Madrid, 1964). Ilustrador e historietista. Su carrera comienza en 1985 y está ligada a revistas como Madriz, Medios Revueltos o Nosotros Somos los Muertos. Sus ilustraciones han aparecido en periódicos como El País o El Mundo. Ha publicado varias monografías sobre su trabajo, algunas nominadas a Mejor Obra en el Salón del Cómic de Barcelona, y sus trabajos han sido merecedores de numerosas exposiciones nacionales e internacionales. En 2015 ha recibido el Premio Nacional de Cómic por Las Meninas. Para Nórdica ha ilustrado El perro de los Baskerville, Lady Susan y El paraíso de los gatos.

2. La ley del garrote y el colmillo

El primer día de Buck en la playa de Dyea fue como una pesadilla. A cada momento le sobrevenía una sorpresa desagradable. Lo habían arrancado de manera repentina del centro de la civilización para arrojarlo bruscamente al corazón mismo de lo primitivo. La suya ya no era una vida regalada, acariciada por el sol, sin otra cosa que hacer que haraganear y pasar el rato. Aquí no había paz ni descanso, ni un solo momento de seguridad. Todo era acción, un desorden confuso; no había instante en que su vida o su cuerpo no corrieran peligro. Era necesario estar siempre alerta porque aquellos perros y aquellos hombres no eran perros ni hombres civilizados. Eran todos salvajes que no conocían más ley que la del garrote y el colmillo.

Nunca había visto perros que pelearan como lo hacían aquellas fieras lobunas, y su primera experiencia le enseñó una lección inolvidable. Cierto que fue experimentada por otro, pues de haberla vivido en carne propia, no habría sobrevivido para sacar provecho de ella. Curly fue la víctima. Habían acampado cerca del almacén de leña, y Curly, con su talante cordial, se acercó a un fornido husky del tamaño de un lobo adulto, aunque apenas la mitad de su tamaño. No hubo advertencia previa, solo una embestida fulminante, un choque metálico de dientes, una retirada igualmente veloz, y la cara de Curly quedó desgarrada desde el ojo hasta la mandíbula.

Era así como peleaban los lobos: atacaban y se retiraban; pero aún le quedaba más por ver. Treinta o cuarenta perros esquimales corrieron hasta el lugar para formar un círculo alerta, silencioso, en torno a los combatientes. Buck no comprendía aquel silencio expectante ni tampoco la ansiedad con la que se relamían. Curly se abalanzó sobre su adversario, que volvió a atacar y dio un salto hacia el costado. El husky recibió la siguiente acometida con el pecho de forma tan decidida que hizo perder el equilibrio a Curly; y ya no volvió a recobrarlo. Esto era lo que el círculo de perros estaba esperando. Cerraron el círculo en torno a ella, gruñendo, aullando, y Curly, entre alaridos de agonía, quedó sepultada bajo aquella masa de cuerpos peludos.

Aquello fue tan inesperado, tan repentino, que Buck quedó desconcertado. Vio a Spitz sacando su lengua escarlata, pues así se reía, y vio a François, hacha en mano, cargar contra aquel revoltijo de perros. Tres hombres armados con garrotes le ayudaron a dispersarlos. No les llevó mucho tiempo. A los dos minutos de haber sucumbido Curly, los últimos asaltantes fueron ahuyentados a garrotazos. Pero ella yacía allí, deshecha y sin vida sobre la nieve pisoteada y ensangrentada, hecha literalmente pedazos, y de pie junto a ella el moreno mestizo blasfemando, enfurecido. A menudo, esta escena venía a turbar los sueños de Buck. De modo que así eran las cosas: nada de juego limpio. Una vez en el suelo, estabas perdido. Ya se las arreglaría él para mantenerse siempre erguido. Spitz volvió a reír y sacó la lengua, y desde aquel momento Buck le profesó un odio amargo e implacable.

Antes de haberse recobrado de la conmoción que le provocó la trágica muerte de Curly, Buck experimentó otra peor. François le sujetó al cuerpo un aparejo de correas y hebillas. Era un arnés semejante al que había visto poner a los mozos sobre los lomos de los caballos del juez Miller. Y tal como había visto faenar a los caballos, así tuvo que ponerse a trabajar él, tirando del trineo para llevar a François hasta el bosque que bordeaba el valle y regresar con una carga de leña. Aunque su dignidad resultó íntimamente herida al verse convertido en animal de carga, fue lo bastante prudente como para no rebelarse. Se entregó con afán a la tarea y se esforzó al máximo, por más que todo le parecía nuevo y extraño. François era severo, exigía obediencia inmediata y la lograba en el acto a golpe de látigo; por su parte, Dave, que era un experimentado perro de varas, mordisqueaba los cuartos traseros de Buck cada vez que este cometía un error. Spitz, que era el que guiaba, era igualmente experimentado, pero como no siempre podía acercarse a Buck, le lanzaba de vez en cuando gruñidos de reproche o echaba astutamente su peso sobre las riendas para forzarlo a seguir el rumbo correcto. Buck aprendía con facilidad y, bajo la tutela conjunta de sus dos colegas y de François, realizó notables progresos. Antes de regresar al campamento ya sabía que ante un¡so! tenía que detenerse y ante un¡arre!, además de avanzar, trazar las curvas con amplitud y mantenerse alejad