: Anónimo
: Lazarillo de Tormes Primera y segunda parte
: Linkgua
: 9788498975406
: Narrativa
: 1
: CHF 2.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 136
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
La historia del Lazarillo de Tormesse abre con Lázaro presentando a su familia: su padre, perseguido por la justicia, ya ha muerto, y él vive con su madre, su padrastro, que es negro, y su hermanastro mulato. Poco después, al padrastro es también ejecutado por robar.Después, Lázaro es puesto al servicio de un ciego, el cual le enseña sus astucias para obtener sustento. El ciego ni siquiera lo alimenta, y además le propina azotes a diario. En el tratado segundo, Lázaro tiene un amo clérigo, más avaro y egoísta que el anterior. Al descubrir que éste le reservaba solo comida roída por los ratones, el pícaro decide robarle los alimentos y hacerle creer que los culpables son los roedores. El clérigo lo descubre y le da una gran paliza, tras lo cual lo echa. Lázaro llega a Toledo, donde encuentra a un escudero con apariencia de hombre rico, y se hace su sirviente. Pero, al pasar de los días, descubre que el escudero es, si cabe, más pobre que él, y se pone a pedir limosna y ayuda a las vecinas para alimentarlo. Después, este amo huye dejando a Lázaro al frente de sus deudas, pero los acreedores lo encuentran inocente y lo dejan marchar. El cuarto amo es un fraile, el cual le regala sus primeros zapatos, pero sólo con intención de hacerlo andar sin descanso. Además, es un fraile muy corrupto y más interesado en las mujeres que en su trabajo. Lázaro se cansará de todo esto y lo abandonará. Su quinto amo es un estafador vendedor de bulas, pero, al cabo, el pícaro se harta de tanto embuste y se va. En los tratados sexto y séptimo, Lázaro tiene simultáneamente dos amos en cada uno. El primero es un pintor con el que reside muy poco tiempo, y el segundo es un capellán, el cual, con el tiempo, le da que ganar el dinero suficiente para comprarse ropa nueva. Después, en el séptimo tratado, Lázaro deja el oficio y al capellán, y se hace ayudante de un alguacil, al que abandona poco después al encontrar arriesgado el trabajo. Finalmente, su último amo, el arcipreste de San Salvador, consigue casarlo con una criada suya. Lázaro tiene que aguantar las habladurías posteriores sobre las infidelidades de su mujer (a la que acusan incluso de ser amante del propio arcipreste), pero prefiere defender y creer a su esposa. Poco a poco, y tras celebrar Cortes el Emperador en Toledo, Lázaro va prosperando, al igual que su fortuna.

Anónimo

Tratado segundo. Cómo Lázaro se asentó con un clérigo, y de las cosas que con él pasó


Otro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda, adonde me toparon mis pecados con un clérigo, que, llegando a pedir limosna, me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad; que, aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una de ellas fue ésta. Finalmente, el clérigo me recibió por suyo.

Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la misma avaricia, como he contado. No digo más, sino que toda la lacería del mundo estaba encerrada en éste: no sé si de su cosecha era o lo había anejado con el hábito de clerecía.

Él tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traía atada con un agujeta del paletoque. Y en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano era luego allí lanzado y tornada a cerrar el arca. Y en toda la casa no había ninguna cosa de comer, como suele estar en otras algún tocino colgado al humero, algún queso puesto en alguna tabla o en el armario, algún canastillo con algunos pedazos de pan que de la mesa sobran; que me parece a mí que, aunque de ello no me aprovechara, con la vista de ello me consolara.

Solamente había una horca de cebollas, y tras la llave, en una cámara en lo alto de la casa. De éstas tenía yo de ración una para cada cuatro días, y, cuando le pedía la llave para ir por ella, si alguno estaba presente, echaba mano al falsopeto y con gran continencia la desataba y me la daba diciendo:

—Toma y vuélvela luego, y no hagáis sino golosinar.

Como si debajo de ella estuvieran todas las conservas de Valencia, con no haber en la dicha cámara, como dije, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo. Las cuales él tenía tan bien por cuenta, que, si por malos de mis pecados me desmandara a más de mi tasa, me costara caro. Finalmente, yo me finaba de hambre.

Pues ya que conmigo tenía poca caridad, consigo usaba más. Cinco blancas de carne era su ordinario para comer y cenar. Verdad es que partía conmigo del caldo, que de la carne ¡tan blanco el ojo!, sino un poco de pan, y ¡pluguiera a Dios que me demediara!

Los sábados cómense en esta tierra cabezas de carnero, y enviábame por una, que costaba tres maravedís. Aquélla le cocía, y comía los ojos y la lengua y el cogote y sesos y la carne que en las quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos, y dábamelos en el plato, diciendo:

—Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Mejor vida tienes que el papa.

«¡Tal te la dé Dios!» —decía yo paso entre mí.

A cabo de tres semanas que estuve con él vine a tanta flaqueza, que no me podía tener en las piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si Dios y mi saber no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenía aparejo, por no tener en qué dalle salto. Y, aunque algo hubiera, no podía cegalle, como hacía al que Dios perdone (si de aquella calabazada feneció), que todavía, aunque astuto, con faltalle aquel preciado sentido, no me sentía; mas estotro, ninguno hay que tan aguda vista tuviese como él tenía.

Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la concha caía, que no era de él registrada: el un ojo tenía en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el casco como si fueran de azogue. Cuantas blancas ofrecían tenía por cuenta, y, acabado el ofrecer, luego me quitaba la concha y la ponía sobre el altar.

No era yo señor de asirle una blanca todo el tiempo que con él viví, o, por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una blanca de vino; mas aquel poco que de la ofrenda había metido en su arcaz compasaba de tal forma que le duraba toda la semana

Y por ocultar su gran mezquindad, decíame:

—Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber, y por esto yo no me desmando como otros.

Mas el lacerado mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios que rezamos, a costa ajena comía como lobo y bebía más que un saludador.

Y porque dije de mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui enemigo de la naturaleza humana sino entonces. Y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba y aun rogaba a Di