Capítulo 1
El flujo permanente
Sobre una ocurrencia de madame de Pompadour
Si la humanidad de nuestros días en los «países más desarrollados» —abstengámonos por un instante de comentar la expresión— fuera capaz de ponerse de acuerdo en una única frase que expresase sus sentimientos, probablemente repetiría la ocurrente observación atribuida a la marquesa de Pompadour:après nous, le déluge.
La ingeniosa dama, durante algunos años la amante oficial de Luis XV, más tarde su consejera más importante y la regente secreta de Francia, parece que la formuló en noviembre de 1757 en una fiesta vespertina, al llegar la noticia de la derrota de las tropas francesas en la batalla de Rossbach contra el ejército de Federico II de Prusia, inferior en número. Todavía hoy puede uno imaginarse perfectamente cómo la anfitriona de esa reunión, probablemente en la corte de Fontainebleau, decidida a no poner en peligro el ánimo de sus visitantes, encontró en un instante una salida con ese buen humor histérico-galante que es desde antiguo uno de los requisitos de la conversación cortesana. Parece que fueron esos modos cortesanos los que le dictaron el giro, cuya brillante falta de escrúpulos se grabó en la memoria de la posterioridad17.
¡Después de nosotros, el diluvio! Una vez más, la «ocasión», más tarde alabada por Goethe, mostró sus dotes literariamente creadoras, aunque esta vez surgiera de ella una confidencia nada inofensiva. En sus diez años al lado del rey, la volátil dama había aprendido a seguir el protocolo, jugando con él imperceptiblemente. De la etiqueta cortesana a la improvisación al borde del abismo no hubo para ella en ese instante más que un paso.
Generaciones posteriores quisieron ver en el dicho el testamento de la nobleza francesa, incluso la última palabra de la era aristocrática. Las clases despreocupadas de épocas siguientes se apropiaron de esa rápida ocurrencia. Los ricos y arrogantes saben muy bien desde entonces que la despreocupación es una ficción que tiene sus costes. Quien no está dispuesto a la huida hacia delante es proclive a la melancolía y al desequilibrio. El semblante ha de ser más risueño que la situación: esto lo entiende cualquiera que ha de sonreír por profesión. Los despreocupados, los irreflexivos, los desinhibidos de hoy no celebran entre Saint Moritz, Dubái y Moscú fiesta alguna en la que no penda en el aire la célebre frase de la marquesa. Puede constatarse en tono tranquilo: con ella ha comenzado la gaya ciencia de la vida en una época sin suelo en que apoyarse.
Prácticamente nunca se ha considerado que madame de Pompadour, antes señora de Le Norment d’Etiolles, nacida Poisson, se manifestó con su frívolo comentario como una hija fiel del siglo ilustrado. El quid de su sentencia solo lo entiende quien percibe en ella el nuevo espíritu del tiempo, que se perfila bajo el reinado de Luis XV para imponerse tras 1789 como potencia rectora en el mundo de las ideas. Este espíritu se ejercitó en los giros todavía inusuales de la filosofía de la historia, esa escuela torpemente optimista de pensamiento que pretendió formar del devenir deshilachado de la humanidad un currículum coherente. Sí, incluso intentó establecer sin disimulo un curso de enseñanza que desde el tosco pasado, a través de un presente siempre esforzado afanosamente, había de señalar a un futuro despejado. Con el uso de conceptos de desarrollo ascendente comenzó el giro futurista que —tras mileniospasséistes— impuso a los modernos la prioridad del futuro.
En los días de Madame el futurismo es vago e indeciso. La palabra «historia» significa todavía, como desde siempre, su tratado, más que nada cómo han sucedido las cosas en otros tiempos. Como en tiempos pasados se escribe de ella para averiguar lo que sucedió antes y por qué en lo que ha sido se encuentran las pautas para lo de hoy.Historia magistra vitae. Primero, son pocos quienes expresan la duda en el primado de lo sucedido frente a lo