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«Por favor, siga todo recto. Luego gire a la derecha. Avance hacia la luz y llegará hasta mí», le dijo desde el fondo de la casa una voz de hombre mayor. Era una voz profunda, de cierta satisfacción, como si de antemano aguardara la llegada de esa visita, de esa y no otra, y a esa hora y no a otra, y estuviese celebrando su acierto y disfrutando de ver cumplidas sus expectativas. La puerta de la casa no estaba cerrada con llave.
Nada más entrar, Shmuel Ash estuvo a punto de caerse, porque esperaba un escalón de subida y no de bajada. Y, de hecho, allí no había ningún escalón, sino un sustitutivo, una especie de taburete de madera endeble. En el momento en que el pie del invitado se posó en el borde, el taburete se izó como una palanca y estuvo a punto de tirar al que había puesto sobre él todo su peso. Fue la agilidad lo que salvó a Shmuel de una mala caída, porque mientras el taburete se izaba y se inclinaba, el invitado ya había aterrizado de un salto en el suelo de piedra, y los encrespados rizos de su cabeza se precipitaron hacia delante, lanzándolo tras ellos hacia dentro, hacia el pasillo, que estaba casi completamente a oscuras, porque todas las puertas que daban al corredor estaban cerradas.
A medida que Shmuel continuaba adentrándose en la casa, abriéndose camino con la frente como la cabeza de un bebé penetrando por el canal del parto, más fuerte era la sensación de que el suelo del pasillo no era recto, sino que iba serpenteando con una ligera inclinación: como si fuera el curso de un río seco y no un pasillo oscuro. Entonces, su nariz captó un olor agradable, un olor a ropa recién lavada, a limpieza, a almidón y al calor de una plancha de vapor.
Del fondo del pasillo salía otro pasillo, más corto, de cuyo extremo procedía la luz, esa luz que le había prometido la voz alegre cuando entró en la casa. Aquella luz condujo a Shmuel Ash a una acogedora biblioteca de techo alto, con las contraventanas de hierro bien cerradas y calentada por una estufa de queroseno en la que ardía una agradable llama azulada. La única luz eléctrica procedía de una lámpara de mesa que se curvaba sobre montones de libros y de papeles y que los enfocaba como prescindiendo del resto del espacio de la biblioteca.
Tras el cálido círculo de luz, entre dos carritos de metal atestados de libros, informes, expedientes y gruesos cuadernos, estaba sentado un anciano que hablaba por teléfono. Tenía una manta de lana sobre los hombros, como si estuviese cubierto por untalit. Era un hombre feo, largo, ancho y torcido, chepudo, con la nariz afilada como el pico de un ave sedienta y una barbilla curvada que recordaba a una guadaña. Una mata de pelo fino y canoso, un pelo casi femenino, caía desde su cabeza como una gran cascada de agua plateada y le cubría la nuca. Sus ojos estaban ocultos tras unas crestas de espesas cejas canosas que parecían de escarcha lanosa. También su tupido bigote, un bigote a lo Einstein, era un cúmulo de nieve. Sin dejar de hablar por teléfono, examinó al invitado con una mirada penetrante, con su puntiaguda barbilla dirigida en diagonal hacia su hombro izquierdo, con el ojo izquierdo cerrado y el derecho abierto de par en par, un ojo azul, redondo y de un tamaño casi antinatural. Eso hacía que su cara tuviese una expresión que podía ser de jocosa sagacidad o de mordaz desaprobación, como si en un soplo hubiese calado al chico que tenía delante y hubiese adivinado sus intenciones. Al cabo de un rato, el inválido apagó el foco de su mirada, aceptó con un ligero movimiento de cabeza la presenci