Sara encontró en la lesión de Esteban la excusa perfecta para solicitar una excedencia —para estar a su lado y cuidarlo—: lo necesitaba, necesitaba el descanso. Se había propuesto dejar de beber y lo estaba logrando, pero no era nada fácil resistir la tentación en el mismo ámbito que la había empujado a hacerlo a escondidas en alguna que otra ocasión. Un interrogatorio se llevaba mejor achispada, una mala mirada de un compañero trepa o misógino, también. Y mientras Esteban respiraba a su lado con la frente vendada y el tobillo derecho escayolado, como si fuera el enfermo de una película cómica de poco presupuesto, incluso un dibujo animado hecho persona, cogió mi novela de la mesilla para seguir leyendo. No le movía a ello tanto su vocación de lectora de ficción, escasa, como la certeza del hallazgo de un crucigrama policial que solucionar, la intuición de que en mi novela estaba la clave de la misteriosa desaparición de un millonario que en su día me contrató para que impartiera clases de escritura creativa a su ingenuo pero talentudo hijo único. Las similitudes de ese millonario con el de mi novela, publicada dos años después de la desaparición del preboste, eran muchas, y a Sara le resultaba asombroso que nadie hubiera reparado en ellas. Manzaneda, el millonario perdido, Peral, el millonario de mi novela, manzanas y peras, qué burda pero lógica transposición para un escritor sin excesivo talento. Estaba, por qué no, ante una obviedad que solo ella conocía y que cuando la enunciara apoyada en pruebas se convertiría en una verdad mayúscula del sistema judicial, en una evidencia tan rotunda como la teoría heliocéntrica de Galileo; Sara sospechaba que yo había publicado mis andanzas criminales sabedor de que, sometidas al proceso de novelización, se transformarían indefectiblemente en un secreto para un país como el nuestro, de tan escasos y malos lectores. Sabía que, si seguía leyendo, llegaría a la narración del asesinato de un millonario —el de la novela— y quería comprobar hasta qué punto esa narración podía aclarar el suceso real, hasta qué punto el uso de tan oscuro acontecimiento para construir un artefacto de ficción había comprometido a un hipotético criminal que como novelista presumía de su inspiración autobiográfica.
Caminaba por la Feria del Libro, entre la multitud, y Esteban la acompañaba ayudándose de las muletas con las dificultades propias de un anciano más que de un lesionado. Ese renqueo no parecía que fuese transitorio, como si ya nunca pudiera recuperarse de sus heridas. Por fin, Sara me localizó, metido en una caseta como un animal de zoológico, encerrado, esforzándome en disimular el aburrimiento y la impaciencia. Casi daban ganas de lanzarme cacahuetes, me contaría Sara muchos meses más tarde. Nadie se acercaba para pedirme que le firmase un libro.
Sara dejó a Esteban en un chiringuito, sentado y con una cerveza rebosante y un suplemento cultural sobre la mesa —en portada, el debut de un escritor norteamericano con acné—, pero no fue suficiente para aplacar su curiosidad.
—Pero ¿adónde vas? —le preguntó cuando ella se alejaba.
Le gritó que había visto a una amiga de la infancia, que la perdonara, y él se quedó satisfecho con su respuesta. Sumergida en la muchedumbre, como un pez en un cardumen, solo al llegar a mi caseta recuperó su condición individual. Me mostró la novela resobada, algunas de cuyas páginas había doblado en las esquinas para señalar pistas en su investigación privada; más que un pasatiempo ahora que no estaba en comisaría, era una obsesión a la que ded