Capítulo I
Un quidam caporal Italiano,
De patria Perusino a lo que entiendo,
De ingenio Griego, y de valor Romano,
Llevado de un capricho reverendo,
Le vino en voluntad de ir a Parnaso,
Por huir de la corte el vario estruendo.
Solo y a pie partióse, y paso a paso
Llegó donde compró una mul antigua
De color parda, y tartamudo paso:
Nunca a medroso pareció estantigua
Mayor, ni menos buena para carga,
Grande en los huesos, y en la fuerza exigua:
Corta de vista, aunque de cola larga,
Escrecha en los hijares, y en el cuero
Mas dura que lo son los de una adarga.
Era de ingenio cabalmente entero,
Caía en cualquier cosa fácilmente
Así en Abril, como en el mes de Enero.
En fin sobre ella el poetón valiente
Llegó al Parnaso, y fue del rubio Apolo
Agasajado con serena frente.
Contó, cuando volvió el poeta solo
Y sin blanca a su patria, lo que en vuelo
Llevó la fama deste al otro polo.
Yo que siempre trabajo y me desvelo
Por parecer que tengo de poeta
La gracia, que no quiso darme el cielo:
Quisiera despachar a la estafeta
Mi alma, o por los aires, y ponella
Sobre las cumbres del nombrado Oeta.
Pues descubriendo desde allí la bella
Corriente de Aganipe, en un saltico
Pudiera el labio remojar en ella:
Y quedar del licor suave y rico
El pancho lleno: y ser de allí adelante
Poeta ilustre, o al menos magnifico.
Mas mil inconvenientes al instante
Se me ofrecieron, y quedó el deseo
En cierne, desvalido, e ignorante.
Porque en la piedra que en mis hombros veo,
Que la fortuna me cargó pesada,
Mis mal logradas esperanzas leo.
Las muchas leguas de la gran jornada
Se me representaron que pudieran
Torcer la voluntad aficionada,
Si en aquel mismo instante no acudieran
Los humos de la fama a socorrerme,
Y corto y fácil el camino hicieran.
Dije entre mí: si yo viniese a verme
En la difícil cumbre deste monte,
Y una guirnalda de laurel ponerme;
No envidiaría el bien decir de Aponte,
Ni del muerto Galarza la agudeza,
En manos blando, en lengua Radamonte.
Mas como de un error siempre se empieza,
Creyendo a mi deseo, di al camino
Los pies, porque di al viento la cabeza.
En fin sobre las ancas del destino,
Llevando a la elección puesta en la silla
Hacer el gran viaje determino.
Si esta cabalgadura maravilla,
Sepa el que no lo sabe, que se usa
Por todo el mundo, no solo en Casulla.
Ninguno tiene, o puede dar excusa
De no oprimir desta gran bestia el lomo,
Ni mortal caminante lo rehúsa.
Suele, tal vez ser tan ligera, como
Va por el aire el águila, o saeta,
Y tal vez anda con los pies de plomo.
Pero para la carga de un poeta,
Siempre ligera, cualquier bestia puede
Llevarla, pues carece de maleta.
Que es caso ya infalible, que aunque herede
Riquezas un poeta, en poder suyo
No aumentarlas, perderlas le sucede.
Desta verdad ser la ocasión arguyo,
Que tú, o gran padre Apolo, les infundes
En sus intentos el intento tuyo.
Y como no le mezclas ni confundes
En cosas de agibilibus rateras,
Ni en el mar de ganancia vil le hundes;
Ellos, o traten burlas, o sean veras,
Sin aspirar a la ganancia en cosa,
Sobre el convexo van de las esferas:
Pintando en la palestra rigurosa
Las acciones de Marte, o entre las flores
Las de Venus más blanda y amorosa.
Llorando guerras, o cantando amores
La vida como en sueño se les pasa,
O como suele el tiempo a jugadores.
Son hechos los poetas de una masa
Dulce, suave, correosa y tierna,
Y amiga del hogar de ajena casa.
El poeta más cuerdo se gobierna
Por su antojo baldío y regalado,
De trazas lleno, y de ignorancia eterna.
Absorto en sus quimeras, y admirado
De sus mismas acciones, no procura
Llegar a rico, como a honroso estado.
Vayan pues los leyentes con lectura,
cual dice el vulgo mal limado y bronco,
Que yo soy un poeta desta hechura.
Cisne en las canas, y en la voz un ronco
Y negro cuervo, sin que el tiempo pueda
Desbastar de mi ingenio el duro tronco:
Y que en la cumbre de la varia rueda
Jamás me pude ver solo un momento,
Pues cuando subir quiero, se está queda.
Pero por ver si un alto pensamiento
Se puede prometer feliz suceso,
Seguí el viaje a paso tardo y lento.
Un candeal con ocho mis de queso
Fue en mis alforjas mi repostería,
Útil al que camina, y leve peso.
A dios dije a la humilde choza mía,
A dios, Madrid, a dios tú, prado, y fuentes
Que manan néctar, llueven ambrosía.
A dios, conversaciones suficientes
A entretener un pecho cuidadoso,
Y a dos mil desvalidos pretendientes.
A dios, sitio agradable y mentiroso,
Do fueron dos gigantes abrasados
Con el rayo de Júpiter fogoso.
A dios teatros públicos, honrados
Por la ignorancia que ensalzada veo
En cien mil disparates recitados.
A dios de S. Felipe el gran paseo,
Donde si baja, o sube el Turco galgo,
Como en gaceta de Venecia leo.
A dios, hambre sutil de algún hidalgo,
Que por no verme ante tus puertas muerto,
Hoy de mi patria, y de mi mismo salgo.
Con esto poco a poco llegué al puerto,
A quien los de Cartago dieron nombre,
Cerrado a todos vientos y encubierto.
A cuyo claro y singular renombre
Se postran cuantos puertos el mar baña,
Descubre el Sol, y ha navegado el hombre.
Arrojose mi vista a la campaña
Rasa del mar, que trujo a mi memoria
Del heroico Don Juan la heroica hazaña.
Donde con alta de soldados gloria,
Y con propio valor y airado pecho
Tuve, aunque humilde, parte en la victoria.
Allí con rabia y con mortal despecho
El Otomano orgullo vio su brío
Hollado y reducido a pobre estrecho.
Lleno pues de esperanzas, y vacío
De temor, busqué luego una fragata,
Que efectuase el alto intento mío.
Cuando por la, aunque azul, liquida plata
Vi venir un bajel a vela y remo,
Que tomar tierra en el gran puerto trata.
Del más gallardo, y más vistoso extremo
De cuantos las espaldas de Neptuno
Oprimieron jamás, ni más supremo.
Cual este nunca vio bajel alguno
El mar, ni pudo verse en el armada,
Que destruyó la vengativa Juno.
No fue del Vellocino a la jornada
Argos tan bien compuesta y tan pomposa,
Ni de tantas riquezas adornada.
Cuando entraba en el puerto la hermosa
Aurora por las puertas del oriente,
Salía en trenza blanda y amorosa.
Oyose un estampido de repente,
Haciendo salva la real galera,
Que despertó y alborotó la gente.
El son de los clarines la ribera
Llenaba de dulcísimo armonía,
Y el de la chusma alegre y placentera.
Entrabanse las horas por el día,
A cuya luz con distinción más clara
Se vio del gran bajel la bizarría.
Ancoras echa, y en el puerto para,
Y arroja un ancho esquife al mar tranquilo
Con música, con grita y algazara.
Usan los marineros de su estilo,
Cubren la popa con tapetes tales
Que es oro, y sirgo de su trama el hilo.
Tocan de la ribera los umbrales,
Sale del rico esquife un caballero
En hombros de otros cuatro...