: Roberto Arlt
: Adriana López-Labourdette
: El juguete rabioso
: Linkgua
: 9788499531045
: Narrativa
: 1
: CHF 2.60
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 138
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
El juguete rabioso es la primera novela del escritor Roberto Arlt, publicada en el año 1926 por la Editorial Latina. Con esta obra Buenos Aires, la ciudad, se convierte, por primera vez, en el escenario de otra forma de contar, de ver, lejos de las estéticas dominantes de su entorno. Roberto Arlt abre un nuevo espacio literario con influencia dostoievskiana y temática picaresca, y en él consagra el perfil de hombres que, sometidos por la pobreza y la continua pérdida de fe, sobreviven en las calles de las grandes urbes. Silvio Astier es un personaje condenado a una vida mísera pero que sueña con un porvenir lleno de aventuras y fama. Aunque, al inicio de la novela, su único medio para sobrevivir es el robo, Silvio se aleja del ladrón común. Es un pícaro lleno de infinita curiosidad intelectual, seducido por la ciencia y lector de Baudelaire. El futuro que se dibuja para el protagonista de El juguete rabioso lo llena de desasosiego. «Baldía y fea como una rodilla desnuda es mi alma.» A partir de aquí, se hace visible la transformación del personaje. La certeza de lo baldío y de la inutilidad del esfuerzo marcan la trayectoria existencial de Silvio. Al final, el «juguete rabioso» determina que la víctima pase a ser el verdugo, y que el no ser prevalezca como única salida. Para cualquier lector que conozca la vida de Roberto Arlt, en el El juguete rabioso no le pasarán por alto las inocultables semejanzas entre el autor y su personaje. Robert Arlt como uno de sus personajes favoritos, también intentó sobrevivir inventando artefactos, vivió también al borde del abismo de la supervivencia y fue también, a su manera, un particular hereje. Tal vez estas palabras de Juan Carlos Onetti capten a qué nos referimos: «...había nacido para escribir sus desdichas infantiles, adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le sobraban. Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales interrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar piadosamente que Arlt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el idioma de los mandarines; pero sí dominaba la lengua y los problemas de millones de argentinos, incapaces de comentarlo en artículos literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo como amigo que acude -hosco, silencioso o cínico- en la hora de la angustia. Hablo de arte y de un gran, extraño artista».

Roberto Arlt (Buenos Aires, 2 de abril de 1900-26 de julio de 1942). Argentina. De padre prusiano, Karl Arlt, y madre italiana, Ekatherine Lostraibitzer, tuvo dos hermanas que murieron de tuberculosis. Arlt practicó muy variados oficios. Fue, entre otras cosas, periodista ayudante en una biblioteca, pintor, mecánico, soldador y trabajador portuario.

I. LOS LADRONES


Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sudamérica y Bolivia.

Decoraban el frente del cuchitril las policromas carátulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano. Nosotros los muchachos al salir de la escuela nos deleitábamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el Sol.

A veces entrábamos a comprarle medio paquete de cigarrillos Barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo para mercar con nosotros.

Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo, y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera.

Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: «Guárdate de los señalados de Dios». Solía echar algunos parrafitos conmigo, y en tanto escogía un descalabrado botín entre el revoltijo de hormas y rollos de cuero, me iniciaba con amarguras de fracasado en el conocimiento de los bandidos más famosos en las tierras de España, o me hacía la apología de un parroquiano rumboso a quien lustraba el calzado y que le favorecía con 20 centavos de propina.

Como era codicioso sonreía al evocar al cliente, y la sórdida sonrisa que no acertaba a hincharle los carrillos arrugábale el labio sobre sus negruzcos dientes.

Cobróme simpatía a pesar de ser un cascarrabias y por algunos 5 centavos de interés me alquilaba sus libracos adquiridos en largas suscripciones.

Así, entregándome la historia de la vida de Diego Corrientes, decía:

—Ezte chaval, hijo... ¡qué chaval!... era ma lindo que una rroza y lo mataron lo miguelete...

Temblaba de inflexiones broncas la voz del menestral:

—Ma lindo que una rroza... zi er tené mala zombra...

Recapacitaba luego:

—Figúrate tú... daba ar pobre lo que quitaba al rico... tenía mujé en toos los cortijos... si era ma lindo que una rroza...

En la mansarda, apestando con olores de engrudo y de cuero, su voz despertaba un ensueño con montes reverdecidos. En las quebradas había zambras gitanas... todo un país montañero y rijoso aparecía ante mis ojos llamado por la evocación.

—Si era ma lindo que una rroza —y el cojo desfogaba su tristeza reblandeciendo la suela a martillazos encima de una plancha de hierro que apoyaba en las rodillas.

Después, encogiéndose de hombros como si desechara una idea inoportuna, escupía por el colmillo a un rincón, afilando con movimientos rápidos la lezna en la piedra.

Más tarde agregaba:

—Verá tú qué parte ma linda cuando lleguez a doña Inezita y ar ventorro der tío Pezuña —y observando que me llevaba el libro me gritaba a modo de advertencia:

—Cuidarlo, niño, que dineroz cuesta —y tornando a sus menesteres inclinaba la cabeza cubierta hasta las orejas de una gorra color ratón, hurgaba con los dedos mugrientos de cola en una caja, y llenándose la boca de clavillos continuaba haciendo con el martillo toc... toc... toc... toc...

Dicha literatura, que yo devoraba en las «entregas» numerosas, era la historia de José María, el Rayo de Andalucía, o las aventuras de don Jaime el Barbudo y otros perillanes más o menos auténticos y pintorescos en los cromos que los representaban de esta forma: Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobés de siete reflejos y trabuco naranjero en el arzón. Por lo general ofrecían con magnánimo gesto una bolsa amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pie de un altozano verde.

Entonces yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas.

Necesitaba un camarada en las aventuras de la primera edad, y éste fue Enrique Irzubeta.

Era el tal un pelafustán a quien siempre oí llamar por el edificante apodo de el Falsificador.

He aquí cómo se establece una reputación y cómo el prestigio secunda al principiante en el laudable arte de embaucar al profano.

Enrique tenía catorce años c