: Pedro Calderón de la Barca
: El dragoncillo
: Linkgua
: 9788499530918
: Teatro
: 1
: CHF 0.90
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: Dramatik
: Spanish
: 32
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El dragoncillo, de Calderón de la Barca, es una versión irónica de La cueva de Salamanca de Miguel de Cervantes. Fragmento de la obra: Acto único (Salen el Gracioso de villano, Teresa, graciosa, y una Criada.) Teresa: Huid, marido, que viene la Justicia con grande gente acá, y trae codicia sin duda de prenderos, cumplido el plazo ya, por los dineros que a Gil Parrado a deber quedasteis, de aquellas negras tierras que comprasteis. Gracioso: ¿Y es verdad, mujer mía, que vienen hacia acá? Teresa: ¡Qué bobería! Pues si verdad no fuera, ¿para qué os lo dijera?  Gracioso: ¿Fuera gran maravilla dejarla de decir por no decilla? Teresa: Corred, pues, y meteos en sagrado. Gracioso: Ya correré, mujer, que Dios loado, ligero so. Teresa: Pues ¿cómo tan reacio os estáis?

Pedro Calderón de la Barca (Madrid, 1600-1681) nació el 17 de enero de 1600, en Madrid, como segundo de cinco hermanos, en el seno de una familia de mediana hidalguía procedente de las montañas cántabras. Su padre fue escribano del Consejo y Contaduría Mayor de Hacienda. La madre murió en 1610 y el padre en 1615. Al parecer, su padre había dejado como voluntad y requisito para que Pedro y sus hermanos heredaran el que siguieran las carreras que él había marcado; a Calderón le estaba destinada la de sacerdote. Al igual que Lope de Vega, Quevedo y otros literatos, Calderón cursó estudios en el madrileño colegio Imperial de los jesuitas (hasta 1613), y los continuó en las universidades de Alcalá de Henares y Salamanca (hasta 1620), donde, quizá por la exigencia paterna, estudió teología, pero también lógica, retórica, historia y derecho natural y político. Su bagaje cultural era muy amplio, tocado por la escolástica y las ideas existencialistas agustinianas. Calderón vivió tres reinados (con Felipe III, Felipe IV y Carlos II) durante los cuales se fue desintegrando el poder español y el país quedó cada vez más aislado del escenario internacional, sobre todo a partir de la pérdida de Flandes por la paz de Westfalia, en 1648. Pero no fue tanto así en la creación literaria, ya que Calderón vivió de lleno el Siglo de Oro español, tan prolífico y rico en cuanto a las artes. Hacia 1620, los hermanos Calderón debieron resolver un litigio relativo a la herencia con la segunda mujer de su padre. Ese mismo año, Calderón de la Barca abandonaría los estudios religiosos e iniciaría sus primeras tentativas literarias con la poesía. Así, participó como poeta en varios certámenes y justas, pero pronto descubriría su atracción por la 'comedia nueva' de Lope de Vega, quien debió despertar su fascinación por el teatro. Calderón desarrollaría la mitad de su producción paralelamente al ascenso del valido conde-duque de Olivares (entre 1621 y 1643), protector de artistas y literatos. Su bautismo teatral se produce, en 1623, con la obra Amor, honor y poder. Calderón realizará algunos viajes por Flandes e Italia, entre 1623 y 1625, como secretario del duque de Frías. Después, será asiduo escritor de obras para la Corte y para los corrales de comedias. Su prestigio en la Corte fue aumentando, y Felipe IV le otorgó el ingreso como caballero de la orden de Santiago, hacia 1637. También debió vivir algunos episodios oscuros, como una acusación por violar, junto a su hermano, la clausura de un convento de trinitarias, tema del que no se sabe a ciencia cierta la verdad. Por otro lado, su buena relación con Lope de Vega debió enfriarse hacia 1629, aunque tampoco hay datos fiables sobre los motivos. Se habla de un extraño incidente: un hermano de Calderón fue agredido y, éste al perseguir al atacante, entró en un convento donde vivía como monja la hija de Lope.

Capítulo II


Cemí estaba sentado en el patio de Upsalón, que está enfrente de la escuela de los abogados, esperando al bedel que repartía las notas de una concretera conocida con el nombre de Legislación Hipotecaria. El curso había terminado y, sin la presencia de Fronesis y de Foción, toda imantación mágica de aquellos lugares se había borrado para Cemí. Las yerbillas de la jardinería, con franjas amarillentas por las quemadas de un junio que extendía sus exigencias sin tregua, no ocultaban el dolor de las tijeras de la poda por imponer un verde sin doblez. Lo lograba apenas, como un caimán muy viejo que enseñase en su lengua un ramito verde. La misma ferocidad del cenital hacía que los amapolones sintiesen algunos pétalos chamuscados y lánguidos, otros parecían marcados con una uña por el negror de la hoguera triunfadora. Por todas partes el agotador desparpajo de la herida de junio.

Cuando el hastío que se ovilla en nosotros está frente a una caja de espacio demasiado grande, las figuras que se deslizan entre ambos se hacen insignificantes e indetenibles. Si la figura logra imponerse al espacio agrandado, vemos cómo nuestro hastío con una lentitud elástica logra atrapar la figura, como si la levantase con el abrir de los párpados más que con el fijarse de la mirada. Como un punto que saliese de su hastío y del arco espacial, logró establecerse, romper su errancia, en una muchacha que se acercaba. Era Lucía, la enamorada amante de Fronesis.

No era la Lucía de otras mañanas. Su rostro se mostraba con más nobleza, como abrumada por una preocupación que se disimula. El verdor de sus ojos se empañaba por una mirada demasiado fija en un espacio vacío, aquel verde picante disminuido por el riego salobre de las lágrimas. Cemí observó de inmediato que Lucía no quería mostrar la verdadera índole de su visita.

Hacía tanto tiempo que no lo veía, que tengo verdaderos deseos de hablar de nuevo con usted —le dijo—. He venido varias veces, he preguntado si sabían por dónde andaba, pero nadie me ha sabido informar. Hoy era el día que menos pensaba encontrarlo, pues es un día sin clases, y ya ve, está sentado en el banco de la espera, pero sin Fronesis y sin Foción —hablaba apresuradamente, como quien dice algo que se trae preparado, pero que al mismo tiempo teme un brusco traspiés en la ilación.

—Hoy hay un baile y lo he venido a buscar para que me lleve, después nos podemos ir de paseo —continuó Lucía. Se desencajaba, hablaba como una ménade y Cemí observó que poco le faltaba para que se echase a llorar. Ya estaba seguro de que Lucía lo había venido a buscar para algo de veras grave. Cemí la tomó de la mano para llevarla a un sitio menos acudido y donde pudiesen hablar con más resguardo. La llevó al parquecito de Alfaro, donde ella acostumbraba a sentarse con Fronesis. Se sentaron los dos, pero antes de que ninguno volviera a hablar, la crisis detenida de Lucía se desbordó, sus sollozos y su llanto rompieron toda inhibición, hasta que la aparición del pañuelo entre sus dedos finos fue la señal de que comenzaba a remansarse.

—Lucía, quiero que tú me digas la verdad de tu visita, el porqué has venido a buscarme. Yo soy amigo de Fronesis, él no está entre nosotros y creo que todo lo que tú le podías decir, me lo puedes decir a mí también. Bien sé yo que a ti no te interesa bailar conmigo, ni mucho menos pasear después del baile. Estabas disimulando, ahora ya no tienes que disimular nada. Dime lo que de verdad quieres decirme.

—Fronesis y yo nos queríamos —le respondió Lucía—, mejor dicho, yo lo quería, si me quería lo debe de responder él. Yo sé que él es muy superior a mí, pero su superioridad nunca me hacía sentir distante, sino por el contrario, atraía con esa superioridad, haciendo que una se sintiera capaz de todo. Cuando yo los oía hablar a los tres, me parecía que yo también hablaba, después llegaba a mi casa y tenía que reírme, no sabía ni de qué habían hablado, pero al día siguiente tenía más deseos de volver a oírlos hablar. Fronesis y yo salíamos, y un día, bueno, un día usted sabe... —Lucía no lograba la expresión para decirlo, entonces se echó a llorar de nuevo—. Pero como esas cosas usted sabe que no paran ahí, un día empecé a sentirme mal y fui al médico. Entonces supe que era un hijo de Fronesis lo que tenía dentro de mí. Yo no sabía qué hacer, ya Fronesis se había marchado. Algunas amigas me aconsejaron la solución que se adopta en tales casos. Pero yo he respetado mucho a Fronesis para tomar esa decisión. Lo que yo quiero y ya se lo voy a decir todo de una vez, es conseguir un pasaje, para marcharme a ver a Fronesis. Además tengo el presentimiento —aquí su voz se ahogó casi— de que si yo no voy a verlo, no lo veré nunca más. No creo que él vuelva y sabe Dios lo que le podrá pasar.

Cemí y Foción, tenían también ese presentimiento. Ahora Lucía decía desde el puente de la cópula y desde el embrión que le crecía a criatura, que ella olfateaba también eso, que la vida de Fronesis había pasado de una seguridad inconmovible a una situación rara, indescifrable y cargada de acechanzas.

Cemí sintió que lo recorría un temblor como un hechizo. Sentía la nobleza enloquecida de Lucía al acercarse a él, cómo se le había querido entregar antes que decirle nada, pero cómo su misma ingenuidad la había descubierto. Sintió la fuerza de transfiguración que hay en cada persona como un potencial desconocido que actúa con una lucidez inmediata, casi transparentándose.

—Mañana te llevaré el dinero a tu casa para que te embarques—. Cemí pensó de inmediato en el padre de Foción, el médico enloquecido. Sabía que entre los dos resolverían el viaje de Lucía. (Al día siguiente, Foción casi temblando, le entregó el dinero.) Lucía lo miró con una inapreciable rapidez a la c