Cuenta la historia, que cuando don Quijote daba voces a Sancho que le trajese el yelmo, estaba él comprando unos requesones que los pastores le vendían, y acosado de la mucha prisa de su amo, no supo qué hacer de ellos ni en qué traerlos, y por no perderlos, que ya los tenía pagados, acordó de echarlos en la celada de su señor, y con este buen recado volvió a ver lo que le quería; el cual, en llegando, le dijo: Dame, amigo, esa celada; que yo sé poco de aventuras, o lo que allí descubro es alguna que me ha de necesitar, y me necesita, a tomar mis armas. El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la vista por todas partes, y no descubrió otra cosa que un carro que hacia ellos venía, con dos o tres banderas pequeñas, que le dieron a entender que el tal carro debía de traer moneda de su Majestad, y así se lo dijo a don Quijote; pero él no le dio crédito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habían de ser aventuras y más aventuras, y así, respondió al hidalgo: Hombre apercibido medio combatido: no se pierde nada en que yo me aperciba; que sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles, y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras me han de acometer; y volviéndose a Sancho le pidió la celada, el cual, como no tuvo lugar de sacar los requesones, le fue forzoso dársela como estaba. Tomola don Quijote, y sin que echase de ver lo que dentro venía, con toda prisa se la encajó en la cabeza; y como los requesones se apretaron y exprimieron, comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo que recibió tal susto que dijo a Sancho: ¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos, o se me derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo; sin duda creo que es terrible la aventura que ahora quiere sucederme: dame, si tienes, con que me limpie; que el copioso sudor me ciega los ojos. Calló Sancho y diole un paño, y dio con él gracias a Dios de que su señor no hubiese caído en el caso. Limpiose don Quijote y quitose la celada por ver qué cosa era la que, a su parecer, le enfriaba la cabeza, y viendo aquellas gachas blancas dentro de la celada, las llegó a las narices, y en oliéndolas dijo: Por vida de mi señora Dulcinea del Toboso, que son requesones los que aquí me has puesto, traidor, bergante y mal mirado escudero. A lo que con gran flema y disimulación, respondió Sancho: Si son requesones, démelos vuesa merced; que yo me los comeré; pero cómalos el diablo, que debió de ser el que ahí los puso. ¿Yo había de tener atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced? Halládole habéis el atrevido. A la fe, señor, a lo que Dios me da a entender, también debo yo de tener encantadores que me persiguen como a hechura y miembro de vuesa merced, y habrán puesto ahí esa inmundicia para mover a colera su paciencia, y hacer que me muela, como suele, las costillas: pues en verdad que esta vez han dado salto en vago, que yo confío en el buen discurso de mi señor, que habrá considerado que ni yo tengo requesones, ni leche, ni otra cosa que lo valga; y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en la celada. Todo puede ser, dijo don Quijote, y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba especialmente cuando después de haberse limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada, se la encajó; y afirmándose bien en los estribos, requiriendo la espada y asiendo la lanza, dijo: Ahora, venga lo que viniere, que aquí estoy con ánimo de tomarme con el mismo Satanás en persona. Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don Quijote delante y dijo: ¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es éste, qué lleváis en él y qué banderas son aquéstas? A lo que respondió el carretero: El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán envía a la corte presentados a su Majestad; las banderas son del rey nuestro señor, en señal que aquí va cosa suya. ¿Y son grandes los leones? preguntó don Quijote. Tan grandes, respondió el hombre que iba a la puerta del carro, que no han pasado mayores ni tan grandes de África a España jamás, y yo soy el leonero, y he pasado otros; pero como estos ninguno: son hembra y macho, el macho va en esta jaula primera, y la hembra en la de atrás; y ahora van hambrientos porque no han comido hoy; y así, vuesa merced se desvíe; que es menester llegar presto donde les demos de comer. A lo que dijo don Quijote, sonriéndose un poco: ¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues por Dios que han de ver esos señores que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de leones. Apeaos, buen hombre, y pues sois el leonero, abrid esas jaulas y echadme esas bestias fuera, que en mitad de esta campaña les daré a conocer quién es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores que a mí los envían. Ta, ta, dijo a esta sazón entre sí el hidalgo, dado ha señal de quién es nuestro buen caballero: los requesones, sin duda, le han ablandado los cascos y madurado los sesos. Llegose en esto a él Sancho, y díjole: Señor, por quien Dios es que vuesa merced haga de manera que mi señor don Quijote no se tome con estos leones; que si se toma, aquí nos han de hacer pedazos a todos. ¿Pues tan loco es vuestro amo, respondió el hidalgo, que teméis, y creéis, que se ha de tomar con tan fieros animales? No es loco, respondió Sancho, sino atrevido. Yo haré que no lo sea, replicó el hidalgo; y llegándose a don Quijote, que estaba dando prisa al leonero que abriese las jaulas, le dijo: Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza de salir bien de ellas, y no aquellas que de en todo la quitan; porque la valentía que se entra en la jurisdicción de la temeridad más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más que estos leones no vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados a su Majestad, y no será bien detenerlos ni impedirles su viaje. Váyase vuesa merced, señor hidalgo, respondió don Quijote, a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Éste es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones: y volviéndose al leonero, le dijo: Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con esta lanza os he de coser con el carro. El carretero, que vio la determinación de aquella armada fantasma, le dijo: Señor mío, vuesa merced sea servido, por caridad, de dejarme desuncir las mulas y ponerme en salvo con ellas antes que se desenvainen los leones, porque si me las