Capítulo LIX. Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede tener por aventura, que le sucedió a don Quijote
Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del descomedimiento de los toros socorrió una fuente clara y limpia que entre una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se sentaron. Acudió Sancho a la repostería de sus alforjas, y de ellas sacó de lo que él solía llamar condumio; enjuagose la boca, lavose don Quijote el rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados: no comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor hiciese la salva; pero viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y atropellando por todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso que se le ofrecía.
—Come, Sancho amigo —dijo don Quijote—: sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir comiendo; y porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado, y acoceado, y molido, de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la gana del comer, de manera, que pienso dejarme morir de hambre, muerte la más cruel de las muertes.
—Desa manera —dijo Sancho—, sin dejar de mascar aprisa, no aprobará vuesa merced aquel refrán que dicen: «muera Marta, y muera harta»: yo a lo menos no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere; yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse como vuesa merced, y créame, y después de comido, échese a dormir un poco sobre los colchones verdes de estas yerbas, y verá como cuando despierte se halla algo más aliviado.
Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de filósofo que de mentecato, y díjole:
—Si tú, oh Sancho, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan grandes, y es, que mientras yo duermo obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te dieses trescientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea, que es lástima no pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y negligencia.
—Hay mucho que decir en eso —dijo Sancho—: durmamos por ahora entrambos, y después Dios dijo lo que será. Sepa vuesa merced que esto de azotarse un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea; que cuando menos se cate, me verá hecho una criba de azotes, y hasta la muerte, todo es vida: quiero decir, que aún yo la tengo, junto con el deseo de cumplir con lo que he prometido.
Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron a subir, y a seguir su camino, dándose prisa para llegar a una venta que, al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos.
Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles respondido que sí, con