Capítulo I. LA PRIMERA AUSENCIA
Adiós al suelo natal. La ciudad de Honda. La gran vegetación. El puerto de «Conejo». Una escena nocturna. El vapor «Bogotá». Nare y «San Pablo»
Hay verdades que se hacen adagios porque todo el mundo percibe su impresión, y una de ellas es, que el mérito de lo que se ama no se comprende sino al carecer del objeto querido. El alma tiene, como las pupilas, sus bellas ilusiones de óptica, porque ella misma es la pupila del corazón, y los objetos crecen y toman formas siempre más interesantes a medida que se nos alejan. He aquí por qué al embarcarme el 1º de febrero de 1858, en el puerto de las «Bodegas de Honda», a bordo de un champan que debía conducirme al vapor «Bogotá», estacionado siete leguas más abajo, sentí mi corazón oprimido y preocupada mi imaginación.
Por primera vez iba a alejarme de mi patria por algunos años... ¡«Tal vez» para siempre! «Honda», con sus escombros sublimes, quebrantados sepulcros de una antigua opulencia, sus saltadores y ruidosos ríos, espumantes como cataratas, sus altas palmeras entretejidas en flotantes pabellones, sus siempre verdes y suntuosas arboledas que bañan en las ondas la crespa y abundante melena, sus cerros escarpados y en anfiteatros, de eterna soledad, y sus llanuras de esmeralda cuyas altas gramíneas sacuden en el estío los recios huracanes; «Honda», la reina destronada, sombra de su lejano esplendor; se presentaba a mis ojos con su manto azul y sus ruinas cubiertas de parásitas, más triste y más hermosa que nunca. Jerusalén del poema oscuro de mi juventud, la dejaba entre sus colinas y sus bosques como un santuario de recuerdos venerables. ¡La madre recibía el adiós del hijo viajero: mi pensamiento la comprendía mejor que nunca! Dejar la tierra natal ¡este solo hecho entraña un drama entero para el corazón! ¡Qué momento tan solemne aquel, de recogimiento para el alma del viajero, de esperanza profunda y de temor supremo! Al dejar la playa arenosa donde quiebra sus hondas el majestuoso Magdalena, creía separarme de un inmenso tesoro. ¡Ahí quedaban: la tumba de mi padre, las tradiciones de familia, la ceniza del hogar, las dulces memorias, los caprichos y los locos amores de la juventud, los amigos, la fortuna, la libertad, el aire, el cielo, los mil rumores vagos y confusos, y todo ese adorable conjunto de impresiones y sueños, de pesares y recuerdos, de infortunios y dichas, que se llama la «Patria»!... ¡Todo eso quedaba atrás, como sepultado en un panteón cuya portada era «Honda»! ¿Y adelante?... Lo vago y desconocido, lo infinito y maravilloso; eso que el corazón acaricia en sus sueños de esperanza, y que la duda cubre con sus sombras cuando el viajero se dice: «¡quién sabe!».
«Honda» es una vieja ciudad, enteramente española por su construcción, pero de un aspecto tan caprichoso y pintoresco que llega hasta las proporciones de lo romántico. El río Magdalena, la grande arteria del comercio de Nueva Granada, después de haber traído por algunas leguas la dirección de S. E. a O., pierde