: Rosalía de Castro
: La hija del mar
: Linkgua
: 9788499537702
: Narrativa
: 1
: CHF 2.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 154
: DRM
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: ePUB
La hija del mar es la primera novela romántica de Rosalía de Castro, publicada en 1859. En ella podemos observar temas como - la reivindicación de la condición femenina, - la presencia de un narrador femenino, - la defensa de los desprotegidos, - el amor por la naturaleza gallega -que aparecerá en toda su producción posterior- - y los datos autobiográficos siempre presentes en su obra.Se trata de un relato reivindicativo en el que dos mujeres defienden su «honra» en medio del acoso masculino. El prólogo de La hija del mar supone todo un alegato de empoderamiento femenino: «Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben.» La novela trata sobre la vida de dos mujeres, Teresa y su hija adoptiva, Esperanza, que pasan de unas vidas humildes pero felices y pacíficas a un lujo que les cuesta la libertad e incluso su relación madre-hija. Es esta una obra típicamente romántica. Teresa es abandonada en la niñez por su madre y en la juventud por su marido, solo acompañada por el mar. A este padecimiento se le suma la muerte de su único hijo, fruto de aquel amor. Sin embargo, la vida la va a reconfortar con la crianza de una hija adoptiva, Esperanza, y la sorpresiva aparición de un marido. Este ya no será aquel que fue sino un hombre rico y autoritario que quiere dominar el espíritu de su ya indomable esposa y deseará seducir a la joven Esperanza. Ambas mujeres se impondrán finalmente. Con La hija del mar Rosalía quiere dar voz a las mujeres sin voz. La autora habla de las desheredadas de la historia. Quizá por esta razón el punto de vista de la novela es una narradora femenina que debe defender su honor en medio de un ambiente sexista, tremendamente opresivo.

Rosalía deCastro (1837-1885). España. Nació en Santiago de Compostela, hija de padres desconocidos. En su infancia demostró buenas actitudes para el arte. Se casó con Manuel Martínez Murguía, erudito cronista gallego y tuvo seis hijos. Rosalía nunca disfrutó de una buena salud. Murió de cáncer a los cuarenta y ocho años en su casa de Padrón. Todos sus hijos habían muerto antes que ella.

Capítulo IV


Esperanza

¿Quién de tus gracias no se enamora?

Hija del aire, ¿quién no te adora?

Zorrilla

Esa niña ligera y airosa, que alegra las áridas riberas que os he descrito como un rayo de Sol ardiente el desnudo y aterido cuerpo del mendigo, ésa es Esperanza, la hija del mar, la que arrojada sobre una pelada roca, no sabemos si es aborto de las blancas espumas que sin cesar arrojan allí las olas, o un ángel caído que vaga tristemente por el lugar de su destierro.

Ella creció esbelta como la palma y hermosa como una ilusión que acierta apenas a forjar el pensamiento; creció al abrigo de aquella otra huérfana llamada Teresa, cuya existencia solitaria era respetada en toda la comarca.

La vida de aquellas mujeres, las dos buenas, las dos jóvenes y hermosas, había llegado a ser para todos un objeto de veneración casi, que nadie osaba profanar, y su cabaña tan solitaria y tan pobre no fue jamás perturbada por ninguna mirada indiscreta. Tal vez, porque esos lugares en donde mora la virtud inocente encierran en sí mismos un poder misterioso e invencible que rechaza la calumnia y la curiosidad del vulgo.

La una, casi niña todavía, y con esa belleza pura que algunas imaginaciones privilegiadas han soñado en los serafines —ángeles que se acercan más al trono del que todo lo es, solía inspirar esa simpatía, dulce e insinuante a la vez, que deja en pos de sí un rastro luminoso que no es jamás oscurecido por las sombras.

Ni Rafael, ni el beato Angélico, esos dos grandes artistas que tan bien han sabido trasladar al lienzo sus celestiales visiones, delinearon jamás facciones más puras, ni contornos más perfectos. Esa muestra inimitable de los artistas, la naturaleza, había sobrepujado esta vez a todas las inspiraciones, a todos los sueños imaginables.

La cabellera, que por una rareza extraña jamás crecía hasta más allá de sus hombros, flotaba suelta y en rizados bucles alrededor de su cuello de una blancura alabastrina.

Los ojos y pestañas eran de un color negro fuerte, en tanto que sus cabellos dorados como un rayo de Sol despedían reflejos pálidos, semejantes a la luz de la Luna cuando en clara y serena noche de verano cae como un haz plateado sobre las temblantes ondas.

Tenía su voz cierta vibración armoniosa y clara que, hiriendo dulcemente el oído, conmovía el corazón de un modo extraño cual si se escuchara el eco de un instrumento armonioso o la última cuerda del laúd que estalla gimiendo.

Cuando su mirada cándida pero resuelta se fijaba en algún objeto, parecía atraerlo hacia sí por una fuerza invencible, y el arco perfecto de sus cejas tomando una rigidez indomable, bajo la que se creería adivinar un poder sobrenatural, prestaba a su semblante una belleza severa e inimitable. La sonrisa que vagaba siempre en sus labios finos y de un rosado pálido, cual suele serlo el de las flores de invierno, dulcificaba aquella dura pero poderosa influencia que, como todo lo que no pertenece a la tierra, parecía rodeada de una aureola refulgente que envolviéndola en sus vapores la alejaba de las demás criaturas.

Tal vez de aquellas nieblas del Sur, de aquellas algas verdes y transparentes que flotan en las aguas en formas diversas y caprichosos festones, tal vez de las blancas espumas, y del tornasol que forman las olas, y de las gotas brillantes que esparcen en torno como lluvia de plata cuando un viento fuerte las desparrama, y de las perlas que encierran las conchas, y de la esencia en fin de todo lo bello que esconde el mar, se formó aquella hermosa criatura, que el acaso trajo a la tierra, cuando era quizás su destino ser diosa de silenciosas grutas y reina de ocultos misterios.

Su paso era ligero siempre, y su pie breve y rosado como el de un niño dejaba apenas impresa su huella en la arena, hollando sin romperlas las delicadas conchas que se ven en las orillas blanquizcas de aquellas ásperas riberas, cual las flores silvestres en las selvas regadas por arroyos cristalinos.

Cuando se la veía pasar y desaparecer en un instante, con los rizos suaves de su cabellera agitados