: Juan Valera
: Cuentos
: Linkgua
: 9788498979398
: Narrativa
: 1
: CHF 2.60
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: Erzählende Literatur
: Spanish
: 230
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Los Cuentos de Juan Valera aquí reunidos transcurren en los más variados lugares y épocas. Aquí encontrará el lector relatos como Los cordobeses en Creta, recuento de las aventuras de un pirata medieval andaluz en el Mediterráneo, o El caballero del Azor, con su fina ironía, junto a historias recreadas con gracejo popular como A quién debe darse crédito. La narrativa de Valera, además de poco conocida, cuestiona el perfil de narrador realista en el que, en ocasiones, se encasilla apresuradamente al andaluz. En estos relatos breves, el cordobés muestra su vertiente más idealista, inspirada en la filosofía de Hegel, cuya modernidad, a buen seguro, sirvió de inspiración a los escritores de finales del siglo XIX, cuando el Realismo era una corriente agotada. Si bien la obra más conocida de Juan Valera, Pepita Jiménez, participa de algunos de los principios del realismo literario, sus cuentos fantásticos, por el contrario, deben entenderse en un sentido mucho más amplio, y enlazan con naturalidad con una visión más poética y menos racionalista de la realidad, en sintonía con la literatura de tradición oral y los últimos rescoldos del Romanticismo, que el escritor conoció muy bien. Estos Cuentos de Juan Valera son, en definitiva, una selección de sus relatos. Recomendamos leer primero los cuentos más breves del sumario. Valera sorprende por su dominio del cuento corto.

Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 1824-Madrid, 1905). España. Político y diplomático, fue un hombre culto y refinado, con numerosas aventuras amorosas y amistades literarias.

El caballero del Azor


I


Hará ya mucho más de mil años, había en lo más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.

Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas las regiones de Europa. Por donde quiera luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres estadillos nacientes, donde entre breñas y riscos se guarecían los cristianos.

En medio de aquel diluvio de males, pudiera compararse la abadía de que hablamos al arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable castillo roquero, y mantenían a su servicio centenares de hombres de armas de los más vigorosos, probados y hábiles para la guerra.

La abadía era muy rica y famosa; rica por los fertilísimos valles que en sus contornos los monjes habían desmontado, cultivándolos con esmero y recogiendo en ellos abundantes cosechas; y famosa, porque era como casa de educación, donde muchos mozos de toda Francia y de la España que permanecía cristiana acudían a instruirse en armas y en letras. Entre los monjes había sabios filósofos y teólogos y no pocos que habían militado con gloria en sus mocedades antes de retirarse del mundo. Estos enseñaban indistintamente las artes de la paz y de la guerra; cuanto a la sazón se sabía. Y luego, según la índole de cada educando, los pacíficos y humildes se hacían sacerdotes o monjes, y los belicosos y aficionados a la vida activa salían de allí para ser guerreros y aun grandes capitanes.

Cincuenta novicios había en la abadía de continuo. Y todos, salvo en las horas consagradas a ejercicios caballerescos, vestían el hábito de la orden.

En una tarde de abril, terminadas las vísperas, salieron los novicios del coro, donde habían estado entonando salmos, y fueron, según costumbre, a pasar dos horas de recreo jugando en un gran patio.

Había un novicio de origen oscuro, lo cual se contraponía a la alta nobleza de que se jactaba con razón la mayoría de los otros. Este novicio era español.

Seis años hacía que había venido a refugiarse en el convento sin saber de dónde. El caritativo abad le dio asilo, y él, con su humildad profunda, con su aplicación constante, con la rara inteligencia que desplegó en el estudio y con la robustez y agilidad que mostró en todos los ejercicios corporales, se ganó la voluntad de aquel venerable siervo de Dios, que le amaba como a un hijo y que candorosamente le admiraba. De aquí la envidia que le tenían los otros novicios y especialmente los franceses. Tratábanle con desdén, le hacían mil burlas y hasta le dirigían improperios, que él sufría con resignación evangélica. Por esto le llamaban Plácido.

En aquella ocasión la envidia de los otros novicios había llegado a su colmo. Plácido acababa de alcanzar brillante triunfo. Había compuesto un devoto e inspirado himno latino a la Santísima Virgen María, tan lleno de bellezas y tan rico de amor místico, que, entusiasmados los monjes, le habían cantado en el coro, dando al joven poeta mil alabanzas y bendi