: José Zorrilla
: La leyenda de don Juan Tenorio
: Linkgua
: 9788498978957
: Teatro
: 1
: CHF 2.70
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: Dramatik
: Spanish
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La obra a la que el romántico José Zorrilla debe su fama es Don Juan Tenorio (1844), la más popular en el teatro español y que se sigue poniendo en escena todos los años desde su estreno. El argumento se basa en la leyenda de Don Juan pero esta vez representa a un libertino alardoso, al que sólo puede enmendar el amor y un final arrepentimiento de sus pecados para alcanzar la vida eterna. El siglo XIX, con el romanticismo, cambió el tratamiento del personaje. Hasta ese momento don Juan siempre acaba castigado por sus pecados en el infierno; el romanticismo, que se sentía atraído por personajes rebeldes y amantes de la libertad, se sintió fascinado por esta figura, analiza su satanismo y teoriza sobre si el seductor, que encarna el mal, se siente culpable o no, y si puede salvarse. En la obra se encuentran diversos efectos fantásticos y sobrenaturales. La acción, transcurre en Sevilla durante el año 1545. Los cuatro primeros actos transcurren en una sola noche y los otros tres cinco años después y en una única noche. La obra tiene un final feliz ya que el amor triunfa y también que podemos ganar el cielo con un arrepentimiento oportuno: '...que si es verdad / que un punto de contrición / da al alma la salvación / de toda una eternidad, / yo, santo Dios, creo en ti...'

José Zorrilla y Moral (Valladolid, 1817-Madrid, 1893)Tras estudiar en el Seminario de Nobles de Madrid, fue a las universidades de Toledo y Valladolid a estudiar leyes y poco después abandonó los estudios y se fue a Madrid. Las penurias económicas le hicieron a vender a perpetuidad los derechos de Don Juan Tenorio(1844), la más célebre de sus obras. En 1846, viajó a París y conoció a Alejandro Dumas, padre, George Sand y Teophile Gautier que influyeron en su obra. Tras una breve estancia en Madrid, regresó a Francia y de ahí, en 1855, marchó a México donde el emperador Maximiliano lo nombró director del teatro Nacional. Publicó un libro de memorias a su regreso a España.

La leyenda de Don Juan Tenorio


I En tiempos del cuarto Enrique,

a quien la historia y la gente

apodan el impotente,

lo cual no hay quien certifique,

andaba toda Castilla

levantadiza y revuelta;

y, por más rica, más suelta

de todo freno Sevilla.

Hirviendo en esta ciudad

de antigua discordia el germen,

sin que le atajen ni mermen

fuerza, ley ni autoridad,

los nobles y los pecheros,

partidos en banderías,

se daban a tropelías,

venganzas y desafueros;

y no hubo lugar sagrado

ni hombre honrado ni doncella

a quien la borrasca aquella

no dejase atropellado.

Germinaba cada día

por cada nueva ambición

una nueva rebelión

o una nueva bandería:

y los ricos y los nobles,

cuando las calles cruzaban,

en pos sus gentes llevaban

con hierro y defensas dobles:

y en llegando a anochecer,

de su posada al salir,

nadie podía decir

cuándo podría volver.

¡Fue aquel un tiempo sin par!

El Primado de Toledo,

tan sin fe como sin miedo

conspirando sin cesar,

tiró la mitra en el coro

y, a su cabildo olvidando,

campeó, una hueste pagando

de sus rentas con el oro.

De Santiago y de Sevilla

los prelados, a su ejemplo,

saliéronse de su templo

a merodear por Castilla;

y para aumentar su clero

tamañas calamidades,

se presentó en sus ciudades

agresivo y pendenciero.

Es lo que la historia arroja,

no una calumnia villana:

lo dice el padre Mariana

a vuelta de cada hoja.

Villena y los principales

de Aragón y de Castilla

ser no hubieron a mancilla

traidores y desleales;

y más potentes que el rey,

diéronle por impotente,

nombrándole descendiente

contra su gusto y la ley;

y no dudando afirmar

lo imposible de saber,

a la hija de su mujer

por no suya osaron dar.

En Ávila su persona

en efigie colocando

sobre un cadalso, quitando

la fueron manto, corona,

espuelas, cetro y espada,

de un pregonero a la voz,

y al fin con escarnio atroz

fue su estatua derribada.

El infante Don Alonso

su hermano, a quien todavía

barba en la faz no nacía,

mancebo impúber e intonso,

presenció tamaño ultraje,

y se dejó coronar

y de la efigie ataviar

con las insignias y el traje.

Fue aquel un siglo en el cual

no vio el pueblo de Castilla

más que crecer la mancilla

del menguado poder real:

y aquel pobre rey Enrique,

tengo yo por evidente

que, si hay por qué de impotente

el título se le aplique,

es porque con nadie pudo

y todos más que él pudieron,

a los que le escarnecieron

sirviendo él mismo de escudo.

Todo vástago postrero

de raza que degenera

sufre de su raza entera

el peso desde el primero.

Su abuelo Enrique, al dosel

al subir a puñaladas,

no le dejaba sembradas

más que traiciones a él.

Creyó ganar con larguezas

la fe de los corazones,

y fomentó las traiciones

que procuraban riquezas.

Perdonó a todos mil veces

una y otra avilantez,

y salieron cada vez

todos del perdón con creces.

Creció en poder la nobleza,

en vicios la clerecía,

la milicia en osadía,

y el rey en mengua y vileza;

y al escándalo y la mofa

de la autoridad real

haciendo eco universal

la gente de baja estofa,

a costa del soberano

nobleza, clero y milicia,

do pudieron, sin justicia

ni ley metieron la mano.

Sin fuerza, pues, ni decoro

el rey, sin prestigio el clero,

todo el pueblo en desafuero

y en las fronteras el moro,

llegó España a extremo

que sin fe, ley ni recato,

solo atendió en tal rebato

su agosto a hacer cada cual.

Tal era la situación

del reino y rey de Castilla

cuando a la alegre Sevilla

nos lleva esta narración.

II ¡Gran tierra es Andalucía!

La gente allí alegre toma

la vida efímera a broma,

y hace bien por vida mía.

Con un clima siempre sano,

bajo un cielo siempre puro,

afán no pasa ni apuro

por lo que no está en su mano;

y en un suelo siempre abierto

a doble y feraz cosecha,

sobre él duerme y cuentas no echa

con un porvenir incierto.

Gran tierra es Andalucía,

y la flor de aquella tierra

es Sevilla, porque encierra

la flor de cuanto Dios cría.

Los moros sobre Granada

pusieron su paraíso,

mas nadie en él entrar quiso

si hizo en Sevilla jornada.

Quien a Sevilla no vio

no vio nunca maravilla,

ni quiso irse de Sevilla

nadie que en Sevilla entró.

«¡Ver Nápoles y morir!»

dicen los napolitanos;

mas dicen los sevillanos:

«¡Ver Sevilla, y a vivir!»

Fenicia, romana, goda,

árabe y al fin cristiana,

de toda la raza humana

la flor atesoró toda:

árabes, godos, romanos

dejaron al paso en ella,

de su genio con la huella,

los primores de sus manos,

y de ellos tiene a millares

modelos, tipos y ejemplos

de acueductos, puentes, templos,

alcázares y alminares:

porque los siglos su frente

fueron tocando a porfía

con la flor de lo que hacía

de cada siglo la gente.

Sevilla cristiana o mora,

por Mahoma o por Castilla,

fue siempre una maravilla

lo mismo antaño que ahora:

y bizantina o moruna,

fue, predilecta del cielo,

el manantial del consuelo

y el mimo de la fortuna.

Antídoto de pesares,

depósito de primores,

mina rica de cantares

y nidal de ruiseñores,

entre un vergel de azahares

que aroma con sus olores

las florestas de olivares

que son sus alrededores,

es semillero de flores

donde, harto de andar lugares,

labró el amor sus hogares

y el nido de los amores.

Su gente es como Dios quiso

hacerla en su juicio eterno,

con un tizón del infierno

y un rayo del paraíso.

Hija del fuego infernal

y de la luz del Edén,

es capaz de todo bien

y propicia a todo mal.

Es la Sevilla de hogaño,

como la de Alonso onceno,

de cuanto hay de malo y bueno

conjunto gentil y extraño:

mas la de hoy y la de antaño

mezclan tan bien en su seno

la triaca y el veneno,

que la mezcla no hace daño.

Sevilla, a margen de un río

que con sus aguas fecunda

tierra en donde todo abunda,

jardín de invierno y estío,

poblada de hombres sin cuitas

y mujerío sin par,

es pueblo tan singular

cual sus torres y mezquitas.

Dejó en Sevilla el fenicio...