La leyenda de Don Juan Tenorio
I En tiempos del cuarto Enrique,
a quien la historia y la gente
apodan el impotente,
lo cual no hay quien certifique,
andaba toda Castilla
levantadiza y revuelta;
y, por más rica, más suelta
de todo freno Sevilla.
Hirviendo en esta ciudad
de antigua discordia el germen,
sin que le atajen ni mermen
fuerza, ley ni autoridad,
los nobles y los pecheros,
partidos en banderías,
se daban a tropelías,
venganzas y desafueros;
y no hubo lugar sagrado
ni hombre honrado ni doncella
a quien la borrasca aquella
no dejase atropellado.
Germinaba cada día
por cada nueva ambición
una nueva rebelión
o una nueva bandería:
y los ricos y los nobles,
cuando las calles cruzaban,
en pos sus gentes llevaban
con hierro y defensas dobles:
y en llegando a anochecer,
de su posada al salir,
nadie podía decir
cuándo podría volver.
¡Fue aquel un tiempo sin par!
El Primado de Toledo,
tan sin fe como sin miedo
conspirando sin cesar,
tiró la mitra en el coro
y, a su cabildo olvidando,
campeó, una hueste pagando
de sus rentas con el oro.
De Santiago y de Sevilla
los prelados, a su ejemplo,
saliéronse de su templo
a merodear por Castilla;
y para aumentar su clero
tamañas calamidades,
se presentó en sus ciudades
agresivo y pendenciero.
Es lo que la historia arroja,
no una calumnia villana:
lo dice el padre Mariana
a vuelta de cada hoja.
Villena y los principales
de Aragón y de Castilla
ser no hubieron a mancilla
traidores y desleales;
y más potentes que el rey,
diéronle por impotente,
nombrándole descendiente
contra su gusto y la ley;
y no dudando afirmar
lo imposible de saber,
a la hija de su mujer
por no suya osaron dar.
En Ávila su persona
en efigie colocando
sobre un cadalso, quitando
la fueron manto, corona,
espuelas, cetro y espada,
de un pregonero a la voz,
y al fin con escarnio atroz
fue su estatua derribada.
El infante Don Alonso
su hermano, a quien todavía
barba en la faz no nacía,
mancebo impúber e intonso,
presenció tamaño ultraje,
y se dejó coronar
y de la efigie ataviar
con las insignias y el traje.
Fue aquel un siglo en el cual
no vio el pueblo de Castilla
más que crecer la mancilla
del menguado poder real:
y aquel pobre rey Enrique,
tengo yo por evidente
que, si hay por qué de impotente
el título se le aplique,
es porque con nadie pudo
y todos más que él pudieron,
a los que le escarnecieron
sirviendo él mismo de escudo.
Todo vástago postrero
de raza que degenera
sufre de su raza entera
el peso desde el primero.
Su abuelo Enrique, al dosel
al subir a puñaladas,
no le dejaba sembradas
más que traiciones a él.
Creyó ganar con larguezas
la fe de los corazones,
y fomentó las traiciones
que procuraban riquezas.
Perdonó a todos mil veces
una y otra avilantez,
y salieron cada vez
todos del perdón con creces.
Creció en poder la nobleza,
en vicios la clerecía,
la milicia en osadía,
y el rey en mengua y vileza;
y al escándalo y la mofa
de la autoridad real
haciendo eco universal
la gente de baja estofa,
a costa del soberano
nobleza, clero y milicia,
do pudieron, sin justicia
ni ley metieron la mano.
Sin fuerza, pues, ni decoro
el rey, sin prestigio el clero,
todo el pueblo en desafuero
y en las fronteras el moro,
llegó España a extremo
que sin fe, ley ni recato,
solo atendió en tal rebato
su agosto a hacer cada cual.
Tal era la situación
del reino y rey de Castilla
cuando a la alegre Sevilla
nos lleva esta narración.
II ¡Gran tierra es Andalucía!
La gente allí alegre toma
la vida efímera a broma,
y hace bien por vida mía.
Con un clima siempre sano,
bajo un cielo siempre puro,
afán no pasa ni apuro
por lo que no está en su mano;
y en un suelo siempre abierto
a doble y feraz cosecha,
sobre él duerme y cuentas no echa
con un porvenir incierto.
Gran tierra es Andalucía,
y la flor de aquella tierra
es Sevilla, porque encierra
la flor de cuanto Dios cría.
Los moros sobre Granada
pusieron su paraíso,
mas nadie en él entrar quiso
si hizo en Sevilla jornada.
Quien a Sevilla no vio
no vio nunca maravilla,
ni quiso irse de Sevilla
nadie que en Sevilla entró.
«¡Ver Nápoles y morir!»
dicen los napolitanos;
mas dicen los sevillanos:
«¡Ver Sevilla, y a vivir!»
Fenicia, romana, goda,
árabe y al fin cristiana,
de toda la raza humana
la flor atesoró toda:
árabes, godos, romanos
dejaron al paso en ella,
de su genio con la huella,
los primores de sus manos,
y de ellos tiene a millares
modelos, tipos y ejemplos
de acueductos, puentes, templos,
alcázares y alminares:
porque los siglos su frente
fueron tocando a porfía
con la flor de lo que hacía
de cada siglo la gente.
Sevilla cristiana o mora,
por Mahoma o por Castilla,
fue siempre una maravilla
lo mismo antaño que ahora:
y bizantina o moruna,
fue, predilecta del cielo,
el manantial del consuelo
y el mimo de la fortuna.
Antídoto de pesares,
depósito de primores,
mina rica de cantares
y nidal de ruiseñores,
entre un vergel de azahares
que aroma con sus olores
las florestas de olivares
que son sus alrededores,
es semillero de flores
donde, harto de andar lugares,
labró el amor sus hogares
y el nido de los amores.
Su gente es como Dios quiso
hacerla en su juicio eterno,
con un tizón del infierno
y un rayo del paraíso.
Hija del fuego infernal
y de la luz del Edén,
es capaz de todo bien
y propicia a todo mal.
Es la Sevilla de hogaño,
como la de Alonso onceno,
de cuanto hay de malo y bueno
conjunto gentil y extraño:
mas la de hoy y la de antaño
mezclan tan bien en su seno
la triaca y el veneno,
que la mezcla no hace daño.
Sevilla, a margen de un río
que con sus aguas fecunda
tierra en donde todo abunda,
jardín de invierno y estío,
poblada de hombres sin cuitas
y mujerío sin par,
es pueblo tan singular
cual sus torres y mezquitas.
Dejó en Sevilla el fenicio...