En 1903, Teresa, mi abuela, la madre de mi padre, se enojó con Dios y también con todos los judíos de Dniepropetrovsk, en Ucrania, por seguir creyendo en Él a pesar de la mortífera crecida del río Dniéper. En la inundación pereció José, su hijo adorado. Cuando la casa comenzó a llenarse de agua, el muchacho empujó hacia el patio un armario y se trepó en él, pero el mueble no flotó porque estaba atiborrado con los 37 tratados del Talmud... Después del entierro, perseguida por su marido y cargando ella sola los hijos que le quedaban, cuatro pequeñuelos, Jaime y Benjamín, Lola y Fanny, fabricados más por deber que por pasión, invadió feroz la Sinagoga, interrumpió la lectura del capítulo 19 del Levítico, «Habla a toda la congregación de los hijos de Israel, y diles...», rugiendo: «¡Soy yo la que les voy a decir!», atravesó el área que le estaba prohibida por ser mujer, empujando a los hombres que, víctimas de un pavor infantil, ocultaron sus rostros barbados bajo los mantos de seda blanca, arrojó su peluca al suelo mostrando un cráneo mondo enrojecido por la ira y pegando su rostro áspero en el pergamino de la Tora, imprecó hacia las letras hebreas:
–¡Tus libros mienten! Dicen que salvaste al pueblo entero, que abriste el Mar Rojo con la misma facilidad que yo corto mis zanahorias y sin embargo no hiciste nada por mi pobre José... Si ninguna fue la culpa de ese inocente, ¿qué ejemplo quisiste darme? ¿Que tu poder no tiene límites? Lo sabía. ¿Que eres un misterio insondable, que yo debo probar mi fe aceptando resignada ese crimen? ¡Nunca! Eso está bien para los profetas de la talla de Abraham, ellos pueden levantar el cuchillo sobre la garganta de sus hijos, no una pobre mujer como yo. ¿Con qué derecho me exiges tanto? Respeté tus 613 mandamientos, pensé en ti sin cesar, nunca hice daño a nadie, le di un hogar santo a mi familia, cociné y limpié rezando, dejé que me raparan en tu Nombre, te amé más que a mis padres y tú, ingrato, ¿qué hiciste? Ante el poder de tu muerte mi niño fue como un gusano, una hormiga, un excremento de mosca. ¡No tienes piedad! ¡Eres un monstruo! ¡Creaste un pueblo elegido sólo para torturarlo! ¡Llevas siglos riéndote a costa de nosotros! ¡Basta! Te habla una madre que ha perdido la esperanza y por eso no te teme: ¡Te maldigo, te borro, te condeno al aburrimiento! ¡Sigue en tu Eternidad, haz y deshaz universos, habla y truena, yo ya no te oigo! ¡Es definitivo y para siempre: fuera de mi casa, sólo mereces mi desprecio! ¿Vas a castigarme? Que me llene de lepra, que me partan en trozos, que los perros se alimenten de mi carne, no me importa. La muerte de José ya me ha matado.
Nadie dijo nada. José no había sido la única víctima. Otros más acababan de enterrar familiares y amigos. Mi abuelo Alejandro, de quien heredé parte del nombre, porque la otra mitad me vino del padre de mi madre, que también se llamaba Alejandro, con cuidado infinito secó las lágrimas que brillaban como escarabajos transparentes sobre los caracteres hebreos, se inclinó muchas veces ante la asamblea; con el rostro granate masculló disculpas que nadie entendió y se llevó a Teresa tratando de ayudarla a cargar los cuatros niños, pero ella no quiso soltarlos y los apretó tan fuerte contra sus robustas tetas que éstos comenzaron a aullar. Sopló un viento huracanado, se abrieron las ventanas y un nubarrón negro llenó el templo. Eran todas las moscas de la región huyendo