: Rafael Herrero
: La plaza del silencio
: Editorial Alrevés
: 9788415900412
: 1
: CHF 5.30
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 352
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Chema vuelve a casa. Es algo más tarde que otras veces. La plaza de Chueca está vacía, silenciosa. De repente oye un grito desgarrador, se esconde instintivamente y se transforma en testigo de un asesinato. No hace nada, se queda quieto, mirando. Siente que es un cobarde, y solo piensa en escapar, en no ser descubierto. &# 3; No informa a la policía, no se lo dice a nadie. Los remordimientos le persiguen. Una persecución angustiosa que alcanza cimas impensables cuando descubre que no se trata de un asesinato aislado. Son varias las personas que han muerto violentamente en el barrio. Y todas tienen algo en común: son homosexuales. & 13; Estamos en los últimos días de Franco. El dictador agoniza, mientras Chema trata de sumergirse en el mundo del teatro, donde los escenarios se confunden, por momentos, con los sucesos de la realidad. Pero no lo consigue, y se obsesiona pensando que alguien pudo verle esa noche en la plaza de Chueca. Y si es así, él será la próxima víctima. Una tensión psicológica magistral que pretende adentrarse en los misteriosos mecanismos de la cobardía humana. La plaza del silencio es un viaje al mundo de las emociones, de la amistad, de los amores posibles, y de los imposibles, de los recuerdos, y también del odio, del fanatismo, del crimen. Rafael Herrero, su autor, es dramaturgo y guionista de cine, televisión y radio. Ha sido premiado en diversas ocasiones, tanto por sus programas y series de TV como por sus obras teatrales, que han sido representadas, entre otros lugares, en el Teatro Principal de San Sebastián o en el Teatro Español de Madrid. Fue también director del mítico programa cultural de TVE La Mandrágora.

Rafael Herrero es licenciado en Ciencias de la Información (Periodismo. Universidad Complutense). Empezó escribiendo y dirigiendo programas dramáticos para la radio: relatos originales y adaptaciones de autores como Melville, Lovecraft, Wilde... Época en la que ganó el premio de guión radiofónico Ciudad de Olot. Luego comenzó a escribir y dirigir teatro. Entre sus obras estrenadas en España, están: Apaga la luz, Al escondite, Estudias o trabajas (en colaboración con el autor chileno Jorge Díaz). Más tarde se dedicó, sobre todo, al mundo de la televisión, dirigiendo y escribiendo diferentes programas y series documentales. Finalmente, durante seis años, dirigió el programa cultural La Mandrágora, de TVE 2. Fue director del Área de Programas Dramáticos de TVE. En el año 2010 ganó el premio Kutxa Ciudad de San Sebastián, de literatura dramática, con la obra No me hagas daño (ed. Alberdania), estrenada en el Teatro Principal de San Sebastián, en el 2010, y en el Teatro Español de Madrid, en el 2011. Con la obra de teatro Adiós Carmen ganó un accésit del premio Rafael Guerrero de Teatro Breve (pendiente de edición). Es profesor de guión, dirección e interpretación en la Escuela TAI (Escuela Universitaria de Artes y Espectáculos). Ha dado diferentes cursos en la Universidad Complutense y en la Escuela Oficial de RTV.

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Desde hace once días estoy esperando. Voy a los ensayos y no puedo quitármelo de la cabeza. Suena el teléfono y lo cojo temiendo que por fin ocurra algo, que alguien me diga: «Te he descubierto». En el metro, esta mañana, rodeado de toda esa gente a la que no conozco, me dije: «Haz algo, muévete... Sal de la ciudad, vete lejos, donde nadie pueda encontrarte». Les miraba y creía oír sus voces que me susurraban: «No te quedes quieto, porque tarde o temprano te encontrarán». Un hombre se mueve, se acerca a mí y entonces espero que me toque el hombro y me diga: «Te pillé». El hombre pasó de largo y se acomodó en un asiento vacío, cerca de la ventana. Para él probablemente sea un día cualquiera, para mí no. Pero ¿qué puedo hacer? Ir a la policía, escapar. ¿Y mi familia, mis amigos...? A lo mejor no pasa nada, a lo mejor se olvidan de mí, en el fondo soy tan insignificante... ¿Qué pueden temer de alguien como yo? Un hombre mayor lee el periódico, alcanzo a ver un titular: «Juan Carlos, jefe de Estado interino. Se acentúa la gravedad en el estado de salud del Generalísimo».

Tengo veintisiete años y quizá mañana ya no esté vivo. La idea me produce un terrible vértigo, y tengo miedo. Sería una paradoja que ahora que por fin el dictador va a morir, que he metido a enfriar una buena botella de champán, no pudiera celebrarlo.

Pensé en marcharme de Madrid, dejar que pasara el tiempo, que se olvidasen de mí. Fui a la estación para coger un tren. Quería ir a Galicia, a Ponte do Porco, una aldea muy pequeña en el pueblo de Miño. Allí pasé los momentos más felices de mi infancia. Unos largos veraneos con toda mi familia. Compartíamos una casa grande mis padres, mis dos hermanos y yo, con mis tíos, que tenían cinco hijos. Ellos vivían en el primer piso, nosotros en el último. La casa tenía un pequeño jardín con árboles frutales y bancos de piedra donde mis primos y yo nos sentábamos de noche a jugar al juego de la verdad, o a las prendas, o a pasar miedo contándonos historias de brujas y de cementerios y de muertos que resucitaban.

Siempre me ha fascinado la idea de la muerte. Muchas veces, de niño, me tumbaba en el suelo, en el pasillo o en una habitación cualquiera y cerraba los ojos conteniendo la respiración, y así pasaba un buen rato, sintiéndome un poquito muerto, tratando de no pensar en nada, hasta que alguien de la familia me encontraba y el juego tenía que terminar. Al principio se llevaban unos sustos tremendos, porque yo, como estaba muerto, no reaccionaba aunque me zarandeasen, pero luego venían los gritos, y la bronca de mi madre y los castigos sin salir y sin merendar chocolate. Eso de la muerte, me di cuenta enseguida, asustaba mucho a los mayores.

En la parte de atrás de la casa, una escalera estrecha bajaba hasta la ría. Allí nos bañábamos aprovechando la subida de la marea, porque cuando estaba baja apenas si cubría y el lodo era muy pegajoso. Nos manchábamos las plantas de los pies de brea y luego costaba mucho quitársela. Unos metros más allá estaba el pequeño puente de piedra que la cruzaba. A mí, al principio, ese puente me daba miedo, y es que una señora mayor que venía a limpiar la casa, un día, me vio parado en él, mirando al bosque, y me contó una historia con la promesa de que yo nunca debería contársela a nadie. Me dijo que al atardecer, cuando el sol se oculta, si te adentras en el bosque, poco a poco oirás una música de gaitas maravillosa. Si sigues caminando, la música irá sonando cada vez con más intensidad. Entonces tienes que estar muy atento y, si no haces ruido, descubrirás entre los árboles un lago de color azul muy intenso y a muchos niños que salen del agua y juegan y bailan al son de la música... Son niños que murieron hace mucho tiempo, ahogados en el naufragio de una barcaza, y que al atardecer salen del agua para que sus padres les puedan ver. Si miras a tu alrededor descubrirás a sus padres, escondidos entre los árboles. Si los niños les ven, ya nunca podrán salir del agua y desaparecerán en la profundidad del lago para siempre. A partir de ese día, muchas tardes me acercaba hasta el puente, pero no me atrevía a cruzarlo. Veía cómo el sol comenzaba a ocultarse y daba algunos pasos, pero enseguida salía corriendo. Al verano siguiente, por fin, me atreví, pero no escuché ninguna música ni encontré ese maravilloso lago, y lo pasé fatal porque me perdí en medio de ese laberinto de caminos.

En Ponte do Porco me enamoré de mi prima, uno de esos veranos, durante las siestas obligatorias en las que ninguno éramos capaces de dormir. A mí, a veces, me tocaba compartir la cama con ella. Mirábamos al techo, y veíamos a las moscas zumbar por las rendijas de las persianas y nos aburríamos y nos mirábamos, y yo, un día, la vi diferente. Me dio como un escalofrío. Le rocé la mano y ella no la apartó, y nos quedamos así, sin decir nada, hasta que nos dejaron levantarnos. A veces, durante las carreras de caracoles en el jardín, me quedaba mirándola como un tonto, pero era solo un instante, enseguida alguien me llamaba para ir a coger piñas, o para ayudar a don Pedro a llenar un cesto con higos. Don Pedro era el dueño de la casa que alquilábamos. Vivía en la planta baja. Siempre iba con un sombrero grande de paja y con tiempo para charlar, para pararse debajo de una sombra y contarnos histor