Desde hace once días estoy esperando. Voy a los ensayos y no puedo quitármelo de la cabeza. Suena el teléfono y lo cojo temiendo que por fin ocurra algo, que alguien me diga: «Te he descubierto». En el metro, esta mañana, rodeado de toda esa gente a la que no conozco, me dije: «Haz algo, muévete... Sal de la ciudad, vete lejos, donde nadie pueda encontrarte». Les miraba y creía oír sus voces que me susurraban: «No te quedes quieto, porque tarde o temprano te encontrarán». Un hombre se mueve, se acerca a mí y entonces espero que me toque el hombro y me diga: «Te pillé». El hombre pasó de largo y se acomodó en un asiento vacío, cerca de la ventana. Para él probablemente sea un día cualquiera, para mí no. Pero ¿qué puedo hacer? Ir a la policía, escapar. ¿Y mi familia, mis amigos...? A lo mejor no pasa nada, a lo mejor se olvidan de mí, en el fondo soy tan insignificante... ¿Qué pueden temer de alguien como yo? Un hombre mayor lee el periódico, alcanzo a ver un titular: «Juan Carlos, jefe de Estado interino. Se acentúa la gravedad en el estado de salud del Generalísimo».
Tengo veintisiete años y quizá mañana ya no esté vivo. La idea me produce un terrible vértigo, y tengo miedo. Sería una paradoja que ahora que por fin el dictador va a morir, que he metido a enfriar una buena botella de champán, no pudiera celebrarlo.
Pensé en marcharme de Madrid, dejar que pasara el tiempo, que se olvidasen de mí. Fui a la estación para coger un tren. Quería ir a Galicia, a Ponte do Porco, una aldea muy pequeña en el pueblo de Miño. Allí pasé los momentos más felices de mi infancia. Unos largos veraneos con toda mi familia. Compartíamos una casa grande mis padres, mis dos hermanos y yo, con mis tíos, que tenían cinco hijos. Ellos vivían en el primer piso, nosotros en el último. La casa tenía un pequeño jardín con árboles frutales y bancos de piedra donde mis primos y yo nos sentábamos de noche a jugar al juego de la verdad, o a las prendas, o a pasar miedo contándonos historias de brujas y de cementerios y de muertos que resucitaban.
Siempre me ha fascinado la idea de la muerte. Muchas veces, de niño, me tumbaba en el suelo, en el pasillo o en una habitación cualquiera y cerraba los ojos conteniendo la respiración, y así pasaba un buen rato, sintiéndome un poquito muerto, tratando de no pensar en nada, hasta que alguien de la familia me encontraba y el juego tenía que terminar. Al principio se llevaban unos sustos tremendos, porque yo, como estaba muerto, no reaccionaba aunque me zarandeasen, pero luego venían los gritos, y la bronca de mi madre y los castigos sin salir y sin merendar chocolate. Eso de la muerte, me di cuenta enseguida, asustaba mucho a los mayores.
En la parte de atrás de la casa, una escalera estrecha bajaba hasta la ría. Allí nos bañábamos aprovechando la subida de la marea, porque cuando estaba baja apenas si cubría y el lodo era muy pegajoso. Nos manchábamos las plantas de los pies de brea y luego costaba mucho quitársela. Unos metros más allá estaba el pequeño puente de piedra que la cruzaba. A mí, al principio, ese puente me daba miedo, y es que una señora mayor que venía a limpiar la casa, un día, me vio parado en él, mirando al bosque, y me contó una historia con la promesa de que yo nunca debería contársela a nadie. Me dijo que al atardecer, cuando el sol se oculta, si te adentras en el bosque, poco a poco oirás una música de gaitas maravillosa. Si sigues caminando, la música irá sonando cada vez con más intensidad. Entonces tienes que estar muy atento y, si no haces ruido, descubrirás entre los árboles un lago de color azul muy intenso y a muchos niños que salen del agua y juegan y bailan al son de la música... Son niños que murieron hace mucho tiempo, ahogados en el naufragio de una barcaza, y que al atardecer salen del agua para que sus padres les puedan ver. Si miras a tu alrededor descubrirás a sus padres, escondidos entre los árboles. Si los niños les ven, ya nunca podrán salir del agua y desaparecerán en la profundidad del lago para siempre. A partir de ese día, muchas tardes me acercaba hasta el puente, pero no me atrevía a cruzarlo. Veía cómo el sol comenzaba a ocultarse y daba algunos pasos, pero enseguida salía corriendo. Al verano siguiente, por fin, me atreví, pero no escuché ninguna música ni encontré ese maravilloso lago, y lo pasé fatal porque me perdí en medio de ese laberinto de caminos.
En Ponte do Porco me enamoré de mi prima, uno de esos veranos, durante las siestas obligatorias en las que ninguno éramos capaces de dormir. A mí, a veces, me tocaba compartir la cama con ella. Mirábamos al techo, y veíamos a las moscas zumbar por las rendijas de las persianas y nos aburríamos y nos mirábamos, y yo, un día, la vi diferente. Me dio como un escalofrío. Le rocé la mano y ella no la apartó, y nos quedamos así, sin decir nada, hasta que nos dejaron levantarnos. A veces, durante las carreras de caracoles en el jardín, me quedaba mirándola como un tonto, pero era solo un instante, enseguida alguien me llamaba para ir a coger piñas, o para ayudar a don Pedro a llenar un cesto con higos. Don Pedro era el dueño de la casa que alquilábamos. Vivía en la planta baja. Siempre iba con un sombrero grande de paja y con tiempo para charlar, para pararse debajo de una sombra y contarnos histor