: Ludwig Tieck
: Cuentos fantásticos
: Nórdica Libros
: 9788492683710
: 1
: CHF 6.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 152
: kein Kopierschutz
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Presentamos en este libro tres de los textos más importantes que escribió Ludwig Tieck, uno de los escritores fundamentales del romanticismo alemán. Precisamente con Eckbert el rubio, 1797, Tieck configuró una forma narrativa que supuso un giro decidido para la prosa romántica: la Novelle. La novela corta permitirá al autor introducirse en la psique y en el alma de los personajes y mostrar sus lados más oscuros y más sublimes. Además de Eckbert el rubio, componen este libro El monte de las runas y Los elfos. En estas novelas cortas lo maravilloso irrumpe en la vida cotidiana del ser humano con consecuencias catastróficas. En cada relato será la aparición de seres fantásticos y el incumplimiento de las reglas no escritas que dictan esos encuentros lo que desencadenará los terribles sucesos.

Ludwig Tieck (Berlín, 1773-1853). Escritor alemán. Influido por Walkenroder, formó parte del grupo romántico de Jena, junto con Schlegel, Novalis y Schelling. En su comedia El mundo al revés (1798) renovó las estructuras dramáticas tradicionales, orientando su romanticismo hacia lo fantástico y hacia la recreación de las antiguas leyendas de la Alemania medieval. Lo más destacable de su obra lo constituyen sus cuentos satíricos y sus fábulas, que se publicaron reunidos en Phantasus (1812-1816). Además de las tres obras maestras que reunimos en este libro, son importantes El caballero Barba Azul y El gato con botas (1797). Cabe destacar, además, sus traducciones del Quijote (1799-1801) y de la obra completa de Shakespeare, realizada junto con A.W. von Schlegel.

El monte de las runas

Un joven cazador estaba sentado en lo más profundo de la sierra, reflexionando junto a una trampa para pájaros, mientras el rumor de las aguas y del bosque resonaba en la soledad. Pensaba en su destino, en lo joven que era y en cómo había abandonado a su padre y a su madre, su tierra bien conocida y a todos los amigos de su pueblo para buscar un entorno ajeno en el que alejarse del círculo vicioso de la costumbre, y alzaba la vista con un gesto de asombro por encontrarse en ese momento en aquel valle y con aquella ocupación. Grandes nubes surcaban el cielo y se perdían tras las montañas, los pájaros cantaban por entre la espesura y un eco les respondía. Descendió lentamente por la montaña y se sentó a la orilla de un arroyo que pasaba murmurante por unos salientes rocosos. Escuchó la cambiante melodía del agua y le pareció como si las olas le dijeran miles de cosas con palabras incomprensibles que para él eran muy importantes, y no pudo por menos que entristecerse en lo más profundo de su ser por no ser capaz de comprender lo que decían. Volvió a mirar a su alrededor y le pareció que estaba alegre y feliz; así que volvió a hacer acopio de fuerzas y cantó en voz alta una canción de caza:

Por entre las piedras alegre y feliz

sale el joven a la caza,

ha de aparecer su botín

por entre los bosques de un verde sin fin,

busca hasta la noche bien entrada.

Sus leales perros ladran

en la hermosa soledad,

en el bosque los cuernos restallan,

y los corazones valerosos se agrandan:

¡oh, qué bello el tiempo de cazar!

Los peñascos son su hogar

los árboles lo saludan a coro,

susurra el crudo aire otoñal,

entonces jadeante los riscos habrá de pasar

si encuentra al ciervo y al corzo.

Deja al labriego sus fatigas

y al marino tan solo su mar,

nadie ve en horas matutinas

de Aurora las ardientes pupilas,

y el pesado rocío de las hojas colgar,

más que quien conoce bosques, presas y caza,

y Diana su sonrisa le dedica;

la más hermosa imagen le inflama,

a la que él llama su amada:

¡oh, cazador, qué dicha!

Mientras cantaba esta canción el sol se había puesto y unas oscuras sombras cayeron sobre el angosto valle. Una refrescante penumbra cubrió el suelo, y únicamente las copas de los árboles continuaban doradas por el resplandor vespertino, igual que las onduladas cimas de las montañas. Los ánimos de Christian estaban cada vez más tristes, no quería regresar a su puesto pero tampoco quería quedarse; se sentía muy solo y anhelaba ver a algún ser humano. Ahora deseaba los antiguos libros que siempre había visto en casa de su padre y que nunca había querido leer por mucho que su padre le apremiara a ello; le vinieron a la mente escenas de su infancia, los juegos con los chicos del pueblo, sus amistades entre los niños, la escuela que tan opresiva le había resultado, y anheló regresar a ese entorno que había abandonado voluntariamente para buscar su suerte en regiones desconocidas, en montañas, entre gentes extrañas, en una nueva ocupación. Mientras se hacía más de noche y el arroyo susurraba con más fuerza y las aves nocturnas comenzaban su confusa marcha dando rodeos en su vuelo, él seguía sentado, apesadumbrado y ensimismado; hubiera querido llorar sin saber en absoluto qué era lo que debía proponerse y hacer. Sin pensar arrancó de la tierra una espléndida raíz y,