: Alejandro Jodorowsky
: Tres cuentos mágicos (para niño mutantes)
: Ediciones Siruela
: 9788416396337
: Las Tres Edades
: 1
: CHF 7,00
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 128
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
«Memorias de un niño bombero», historia de un niño que desea ser bombero, es más la historia de un aprendizaje: la de aprender a ser uno mismo. La sabia doña Filovera hace comprender al joven que «Nada ni nadie hay que no sea doble. La realidad es lo que es, al mismo tiempo que es lo que no es. Tan importante es lo que sientes como lo que no sientes». Las ideas fijas del padre chocarán con la voluntad del niño, que tendrá que enfrentarse a él y a los demás para poder alcanzar su objetivo.«Loïe del cielo» cuenta la relación que -durante la dictadura del loco y perverso Horzatt- mantienen un hombre mayor y Loïe, una niña que «no se parecía a ningún mortal» y que quizá vino del cielo. «La increíble mosca humana» es una reflexión que narra la metamorfosis que realiza una mosca en ser humano, poniendo en evidencia la huida que las personas hacemos para no ser quienes en realidad somos, huyendo de nuestra propia espiritualidad.

Alejandro Jodorowsky(Tocopilla, Chile 1929), artista múltiple, poeta, novelista, director de teatro y cine de culto (El Topo o La Montaña Sagrada), actor, creador de cómics (El Incal o Los Metabarones), tarólogo y terapeuta, ha creado dos técnicas que han revolucionado la psicoterapia en numerosos países. La primera de ellas, la Psicogenealogía, sirvió de base para su novela Donde mejor canta un pájaro, y la segunda, la Psicomagia, fue utilizada por Jodorowsky en El niño del jueves negro. Su autobiografía, La danza de la realidad, desarrolla y explica estas dos técnicas.

1


Yo sabía que con un gesto de mis manos podía abrir una puerta en el cielo. Sabía que me era posible extraer de la montaña su corazón de cristal. Me bastaba dar un salto con la mente para entrar en la cabeza de un águila y planear el día entero sobre el valle. Podía comprender los textos sagrados que se deslizaban en el murmullo de las hojas. Las moscas no lograban ocultarme que eran reinas caídas de otro mundo. En mi cuerpo de niño habitaba una Maga.

–¿Qué haces dentro de mí? ¿Por qué no te vas a vivir a un árbol hueco? –le decía yo.

–Me quedo aquí porque me gusta el sonido aterciopelado de tu corazón. No te preocupes, soy como una osa que duerme en el invierno –respondía ella.

–Te equivocas, Maga mía: en esta aldea junto al desierto hace tres siglos que no llueve. Aquí no hay invierno.

–Las osas duermen en invierno, pero a mí es el verano el que me amodorra. Déjame dormir. Despiértame sólo si te encuentras en peligro.

¿Sentirme en peligro? ¿Por qué, si yo tenía la absoluta seguridad de que nunca iba a morir? Todos los seres vivientes, es decir todo lo existente, incluso el agua o las rocas, eran mis aliados. Nos unían invisibles hebras de oro. El universo entero formaba parte de mi cuerpo y mi aldea se prolongaba hasta las ocho esquinas del cosmos. Sentados en sus barcas, cerca de la playa, los pescadores me saludaban alzando un remo. Sentados en sus tumbas, en el cementerio, los difuntos me saludaban alzando una corona. Así es, yo lo sabía todo, yo lo podía todo. Tenía 6 años.

2


Mi madre murió seis meses después de darme a luz. Aún guardo en mi lengua el sabor celestial de su leche. Nunca se dejó fotografiar, por miedo a quedar prisionera en un pedazo de papel. Mi padre me contó que su piel era más blanca que la única nube que desde hace cien años flota en nuestro cielo. Medía tres metros y medio, y su cabellera rubia, el doble de larga, la seguía semejante a una cola esplendorosa. No sabía hablar como el común de los mortales, sólo se expresaba cantando. Frente a su espejo en forma de luna menguante, solía perfumarse mientras fumaba un pitillo negro con boquilla dorada. A mí me encantaba entrar en su tocador vacío, conservado tal como quedó el día de su fallecimiento, para husmear su frasco de perfume, imaginando el momento en que esa fragancia desembocaba como un río en el aroma oceánico de su cuerpo. Cierta vez, después de acariciar el encendedor de plata que tantas veces había conocido la presión de sus dedos, me atreví a encender un cigarrillo, vaporizando su bálsamo. Una gota cayó en el tabaco humeante para consumirse exhalando una pequeña llama azul. Por la tarde, cuando de la nube solitaria parecía llover sangre, mientras mi padre trabajaba en «La Tentación: tienda donde se vende de todo», robé el encendedor y el vaporizador. Fui a nuestro patio de tierra seca y me arrodillé junto a la doble fila de hormigas que iban del hormigue