DÍA 5 DE... A LAS CUATRO DE LA TARDE
¡Estoy encantada!, ¡desde esta mañana respiro el aire tibio y amoroso de los Trópicos, este aire de vida y de entusiasmo, lleno de inexplicables deleites! ¡El Sol, las estrellas, la bóveda etérea, todo me parece más grande, más diáfano, más espléndido! ¡Las nubes no se mantienen en las alturas del cielo, sino se pasean en el aire, cerca de nuestras cabezas, con todos los colores del iris; y la atmósfera está tan clara, tan brillante, que parece sembrada de un polvo menudísimo de oro! ¡Mi vista no alcanza a abarcarlo, a gozarlo todo; mi seno no es bastante para contener mi corazón! ¡Lloro como un niño, y estoy loca de alegría! ¡Qué dulce es, hija mía, poder asociar a los recuerdos de una infancia dichosa, a la imagen de todo lo que hemos amado en aquellos tiempos de confianza y de abandono, a esta multitud de emociones deliciosas, el espectáculo de una naturaleza rica y deslumbradora! ¡Qué tesoro de poesía y de tiernos sentimientos no deben despertar en el corazón del hombre estas divinas armonías...!
Durante la noche hemos doblado los bancos de Bahamas, y desde esta mañana navegamos blandamente en el golfo de México. Todo ha tomado un aspecto nuevo. El mar no es ya un elemento terrible que en sus soberbios furores trueca su manto azul por túnicas de duelo, y su zumbido melancólico por rugidos feroces; no es ya ese pérfido elemento que crece en un instante, y que como un gigante formidable aprieta, despedaza y sepulta en sus entrañas al débil mortal, que se confía a su dominio. Hermoso, sereno, resplandeciente, con una lluvia de diamantes, y agitándose con suaves ondulaciones, nos mece con gracia, y nos acaricia con placer. No, no es el mar, es otro cielo que se complace en reflejar las bellezas del cielo. Cien grupos de delfines de mil colores se apiñan alrededor de nosotros y nos escoltan, mientras que otros peces de alas de plata y cuerpo de nácar vienen a caer por millares sobre el puente del barco ... diríase que conocen los deberes de la hospitalidad, y que vienen a festejar nuestra venida.
DÍA 6 A LAS OCHO DE LA TARDE, A LA VISTA DE CUBA
Hace algunas horas que permanezco inmóvil, respirando a más no poder el aire embalsamado que llega de aquella tierra bendecida de Dios... ¡Salud, isla la encantadora y virginal! ¡Salud, hermosa patria mía! En los latidos de mi corazón, en el temblor de mis entrañas, conozco que ni la distancia, ni los años han podido entibiar mi primer amor. Te amo, y no podría decirte por qué; te amo sin preguntar la causa, como la madre ama a su hijo, y el hijo ama a su madre; te amo sin darme, y sin querer darme cuenta de ello, por el temor de disminuir mi dicha. Cuando respiro este soplo perfumado que tú envías, y lo siento resbalar dulcemente por mi cabeza, me estremezco hasta la médula de los huesos, y creo sentir la tierna impresión del beso maternal.
¡Con qué religioso reconocimiento contemplo esa vegetación vigorosa que extiende por todas partes su magnificencia, los contornos ondulosos de esas costas y los movimientos del terreno, cuyas redondeadas líneas parecen haber servido de modelo a los más bellos paisajes imaginados por los poetas! Más allá, sobre colinas ligeramente inclinadas, distingo inmensos bosques virginales que ostentan a los rayos del Sol sus eternas bellezas, esas bellezas siempre verdes y siempre floridas que reinan sobre la tierra y quebrantan los huracanes; y cuando veo esas palmeras seculares que encorvan sus orgullosos penachos hasta los bordes mismos del mar, creo ver las sombras de aquellos grandes guerreros, de aquellos hombres de voluntad y energía, compañeros de Colón y de Velazquez, creo verlos orgullosos de su más bello descubrimiento inclinarse de gratitud ante el Océano, y darle gracias por tan magnífico presente.
DÍA 7 AL AMANECER
He pasado una parte de la noche sobre el puente, en mi hamaca, bañada por los rayos de la Luna, y resguardada por la bóveda estrellada del firmamento. Las velas estaban desplegadas: una brisa ligera y caliente rozaba apenas la superficie del mar, del mar resplandeciente, temblante, sembrado de estrellas. El buque se deslizaba suavemente, y el agua, dividida por la quilla, murmuraba y se deshacía en blanquísima espuma, dejando tras de nosotros largos rastros de luz. Todo era resplandor y riqueza en la naturaleza; y cuando yo, hombre débil y mortal, con los ojos fijos en la bóveda del cielo, distinguía las oscilaciones de las velas y de las cuerdas que se balanceaban amorosamente en los aires, cuando veía las estrellas arrojando raudales de luz agitarse e inclinarse muellemente ante mí, me sentía arrebatada de un éxtasis embriagador y divino. Las lágrimas humedecían mis párpados; mi alma se elevaba a Dios, y todo cuanto hay de bueno y de bello en la naturaleza moral del hombre aparecía a mis ojos como un objeto infinito de mi ambición. Me parecía que sin esta belleza interior no era yo digna de contemplar tanta magnificencia. Un ardiente deseo de perfección se apoderaba de mí, se mezclaba al sentimiento de mi miseria, e inclinando mi frente en el polvo, ofrecía a Dios mi buena voluntad como el modesto holocausto de una criatura débil y limitada.
He oído yo hablar de una sustancia maravillosa que los químicos llaman, según creo, peróxido de ázoe: he oído hablar de la vida facticia que produce, y que puede reasumir en un momento de alucinación todas las alegrías de la existencia humana. Pues bien, yo creo que esta sustancia no ha producido jamás un encanto semejante al de esta hermosa noche pasada a la faz del cielo en el mar de los Trópicos.
DÍA 7 A LAS OCHO DE LA MAÑANA
Algunas horas más, y estamos en Cuba. Entre tanto permanezco siempre aquí, inmóvil, respirando el aire natal, y en un estado casi comparable al del amor dichoso.
Ya conoces mi repugnancia hacia los barcos de vapor, repugnancia que se aumenta con la idea de la poesía de las velas. La experiencia ha confirmado mi aversión a los unos y mi preferencia hacia los otros. Es incontestable que el movimiento de un barco de vela es más suave y más regular que el de un barco de vapor. Este último, ademas del balance y del cabeceo, es combatido sin cesar p