: Eduardo Gutiérrez
: El Chacho
: Linkgua
: 9788498972016
: Historia
: 1
: CHF 2.60
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 404
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El Chacho, escrito por Eduardo Gutiérrez, es una crónica sobre la vida de Ángel Vicente 'El Chacho' Peñaloza, una figura significativa de la historia argentina del siglo XIX. Peñaloza, conocido como el 'último caudillo de la montonera de los Llanos', fue un líder político y militar que resistió al centralismo de Buenos Aires durante las guerras civiles argentinas. Peñaloza nació en La Rioja y lideró varias insurrecciones en las provincias del interior en un intento de resistir la creciente influencia de Buenos Aires. Fue un defensor de los derechos de los gauchos y las clases bajas, y buscaba un federalismo más inclusivo que otorgara mayor autonomía a las provincias. Eduardo Gutiérrez, el autor de El Chacho, es conocido por sus obras de ficción y no ficción sobre la historia argentina y sus personajes emblemáticos. Aunque algunos de sus trabajos pueden tener elementos de ficción, a menudo se basan en hechos históricos y personajes reales. El Chacho es una exploración de un período tumultuoso en la historia argentina y un homenaje a una figura que luchó por los derechos de los marginados. En la obra, Gutiérrez retrata a Peñaloza como un líder militar, defensor de los derechos de los gauchos y los desfavorecidos. La crónica proporciona un vistazo a la vida y los tiempos de este personaje histórico importante, y a través de él, ofrece una visión de la Argentina del siglo XIX.

Eduardo Gutiérrez (1851-1889). Argentina. Su novela Juan Moreira tuvo gran popularidad y fue llevada al teatro, el cine y el cómic. Entre sus otras obras, figuran El Chacho, Hormiga Negra, Santos Vega, Juan Cuello y Croquis y Siluetas Militares.

Antecedentes juveniles


Peñaloza había nacido en Huaja, pequeña población situada a treinta y cinco leguas al sur de La Rioja, en el departamento de la Costa Alta, en los Llanos.

Huaja es hoy una población de quinientos habitantes, más o menos, compuesta de ranchos diseminados y alguna que otra casa de adobe.

Nuestros lectores podrán calcular lo que sería aquello el año [180]6, época a que remonta nuestro relato.

Cerca de Huaja, a unas tres leguas más o menos, vivía Quiroga, el tremendo Quiroga, que en aquella época había empezado a sacar las uñas y a mostrarse en toda la deformidad de su alma.

Ya Quiroga acaudillaba grupos de muchachos grandes, a los que trataba duramente, castigándolos como se puede castigar a un soldado.

Quiroga se había impuesto por su valor y su maldad, al extremo de que sus compañeros lo obedecían ciegamente como si fuera una autoridad suprema.

Peñaloza era hijo de gente pobre, pero de cierta importancia porque estaba emparentado con lo mejor de La Rioja, y contaba con un cura en la familia que era lo mismo que decir un sumo pontífice.

Bastaba que una familia tuviera un hijo cura para que fuera mirada como una familia celeste que disponía a su antojo de la voluntad de Dios.

El cura era la primera autoridad de los pueblos, pues a ellos se les consultaba desde la cosa más sencilla e inocente hasta la más grave disposición de gobierno, bastando su más leve indicación para que se cambiara la más firme determinación.

Los padres de Peñaloza tenían honor con ese hijo que, siendo el protegido del cura Peñaloza, su tío, era el mimado de todo el departamento.

Desde que tuvo diez años el cura, su tío, se había hecho cargo de él con el proyecto de educarlo para la Iglesia.

Pero aunque Peñaloza era de un carácter dulcísimo y bondadoso no mostraba ninguna inclinación por la carrera que quería darle su tío.

Él prefería andar acaudillando muchachos como Quiroga y montando a caballo para pasear por su departamento que conocía palmo a palmo.

Así como Quiroga se había hecho de prestigio por su crueldad sin límites, Peñaloza empezaba a tenerlo por la proverbial bondad de su carácter y la generosidad de su corazón hidalgo.

Si alguna vez se veía en la necesidad de pelear por alguna de tantas cuestiones entre muchachos, siempre lo hacía sin la menor ventaja, y tratando de que tres o cuatro cayeran sobre él, porque le parecía una cobardía pelear contra uno solo.

Es que Peñaloza tenía una fuerza terrible y tal tino para dar trompis que, no bien empezaba la pelea, ya su adversario estaba chocolata de fuera.

Cuando Peñaloza tenía uno de estos estragos, era él quien se acercaba a su mal parado adversario manifestándole el profundo pesar que sentía de haberle causado daño.

Y lo ayudaba a estancar la sangre, y si era poseedor de algunos reales, se los daba también, para que se consolara y olvidara más pronto.

Y como tenía conciencia de su poder por el resultado de las primeras riñas, le parecía que pelear contra sólo uno era una acción cobarde, y no aceptaba combate si su adversario no se juntaba, por lo menos, con uno más.

Entonces Peñaloza peleaba duro y era cosa sabida que a l