Plaga de palomas
En el año 1896, mi tío abuelo, uno de los primeros sacerdotes católicos de sangre aborigen, convocó a sus feligreses para que acudieran a la iglesia de Saint Joseph con los escapularios puestos y provistos de un misal. Desde allí procederían a avanzar por los campos formando una larga y ancha fila, rezando en voz alta a cada paso con el objetivo de ahuyentar a las palomas. Su rebaño humano había empezado a labrar y cultivar la tierra junto a los colonos alemanes y noruegos. Al contrario de los franceses, que se mezclaron con mis antepasados, esa gente prestó escasa atención a las mujeres indígenas y no se casó con ellas. De hecho, los noruegos despreciaban a cualquiera que no fuera uno de los suyos y constituían un clan muy cerrado. Pero las palomas se comían sus cosechas igual que las de los demás.
Cuando los pájaros descendían, tanto los indios como los hombres blancos encendían enormes hogueras e intentaban atraparlos en unas redes. Las palomas se comían los brotes de trigo y de centeno y luego atacaban el maíz. Devoraban los capullos de las nuevas flores, los brotes de las manzanas, las gruesas hojas de los robles e incluso la paja del año anterior. Las palomas eran gordas, y ahumadas estaban deliciosas, pero se podía retorcer el cuello a miles de ellas sin que ello supusiera una disminución visible de su número. Las casas de adobe de los mestizos y las chozas de corteza de los indios osage acababan siendo aplastadas bajo el peso de las aves. Se asaban, quemaban, cocinaban en pasteles, guisaban, conservaban en salazón dentro de toneles, o se mataban a palos y se dejaban pudrir ahí mismo. Pero las muertas sólo servían para alimentar a las vivas, y cada mañana los aldeanos se despertaban por los ruidos que producían la fricción y el aleteo, el rumor de los arrullos, el espantoso parloteo ronroneante y, aquellos que aún poseían las ventanas intactas, con la visión de los extraños y delicados rostros de esas criaturas.
Mi tío abuelo había construido apresuradamente unas rejillas de palos entrecruzados para proteger los cristales de lo que se llamaba, con gran pretensión, la casa del párroco. En un rincón de esa cabaña de una sola estancia, dormía en un catre hecho con ramas de abeto y un jergón relleno de hierba su hermano pequeño, a quien había salvado de una vida de excesiva libertad. Aquélla era la cama más mullida en la que se había echado nunca, y el muchacho no quería abandonarla por nada del mundo. Pero mi tío abuelo le lanzó la ropa de monaguillo y le mandó sacar brillo a los candelabros que tendría que llevar en la procesión.
Con el tiempo, ese muchacho se convertiría en el padre de mi madre, mi Mooshum. Le pusieron el nombre de Seraph Milk y, como vivió más de cien años, yo tendría unos once cuando le oía contar, una y otra vez, la historia del día más trascendental de su vida, que empezó con el intento de acabar con la plaga de palomas. Se sentaba en una silla de madera, entre el primer televisor que tuvimos y la estantería con libros empotrada en un pequeño hueco de la pared de nuestra casa, que era propiedad del Gobierno, en una parcela de la reserva de la Oficina de Asuntos Indios. Mooshum nos explicaba cómo podía oír el tableteo que hacían las patas de las palomas sobre las rejillas de palos fabricadas por su hermano. Le daba pavor ir al excusado, donde numerosos pájaros se habían quedado atrapados en el lodo bajo el agujero y soltaban un estridente y desesperado graznido que llevaba a sus congéneres a lanzarse contra la cabaña para intentar rescatarlos. Sin embargo, no se atrevía a aliviarse en ninguna otra parte. Así que, atravesando ráfagas de alas y arrastrando los pies para no pisarles las patas o la espalda, se abría paso hasta el retrete para satisfacer sus necesidades fisio