Madre e hijo tuvieron que moverse para que él pasara. Sus acompañantes no se fueron, sino que permanecieron mirando de manera abierta y desvergonzada a mamá Cica y sus pechos todavía jóvenes y turgentes que se le marcaban bajo la seda lisa y brillante, con los pezones mostrando la loable disposición croata mientras el general Drinjanin pasaba a su lado, rozando probablemente sus intimidades con el cinturón. Mamá Cica se quedó rezando fervorosamente bajo la mirada de aquellos dos, y ellos, más excitados aún porque su hijo los observaba, se cebaron con la mujer, le hicieron todo lo que se les pasó por la mente, mancillaron su cuerpo y su alma, mientras ella, triste y descontenta, navegaba por espacios metafísicos.
Aquélla fue la última vez que vieron al general Drinjanin, y fue la última vez que Karlo estuvo en una iglesia. Apenas quince días más tarde llegó la libertad, partisanos en abarcas y zapatos polvorientos, sucios y sudorosos, trajeron el hedor de la cebolla y del desinfectante Lysol, del polvo contra pulgas y chinches, y de mierda reseca. Los primeros días a mamá Cica le daban asco, echaba pestes de ellos y pegaba a Karlo porque no lograba aprenderse la fórmula sin Mona Grazia y modista, pero luego se acostumbró también a ellos, y mientras paseaba por la calle Aleksandrova, que ahora se llamaba Titova, y sólo unos días atrásPavelićeva, buscaba la proximidad de sus cuerpos y sus metralletas, habituándose a toda prisa a los olores del comunismo.
Y el padre, el invisible padre, iba a esfumarse de todos sus recuerdos en un abrir y cerrar de ojos, ocupando en la memoria del profesor Karlo Adum menos espacio que Winston Churchill o Aldo Moro. También con los comunistas siguió sentado sin hacer nada, maldiciendo a su hermano y raspando la pared de la cocina con sus cuatro dedos hasta desmayarse de dolor.
Al lado de la iglesia había que pasar como al lado de un espejismo, un sueño del pasado, el fantasma de unas paperas remotas. Cuando de la misa del domingo salía gente que ella conocía, parientes de papá Ilija, los vecinos más cercanos, hombres con los que había flirteado antes de la guerra y aquellos que durante la contienda la habían visto flirtear con oficiales alemanes e italianos, ella fingía no verlos. La saludaban, pero mamá Cica miraba a través de ellos, guapa, joven y sonriente, a través de sus cuerpos y cabezas veía un futuro mejor con todo su contenido. Veía el comunismo y se había convencido de que no se trataba de una simple ilusión, sino de algo a lo que había que aspirar, de lo que había que alegrarse y para lo que una debía ofrecer su cuerpo femenino aún joven y atractivo.
Así Karlo comprendió que, de vez en cuando, uno empieza a vivir de nuevo, y que la vida se compone de varias vidas pequeñas, en cada una de las cuales el hombre cambia de cara. Hasta llegar a la última, con la que uno se presenta ante Dios.
¿Realmente ante Dios?
Como a tantos otros ancianos, al profesor Karlo Adum lo asustaba la respuesta. El año anterior había cumplido los sesenta y cinco, pronto cumpliría uno más, había enterrado a todos los suyos, sentía claramente la gravitación de la tumba y sabía con certeza que ante él no había más que el vacío, el vacío y nada más. Sólo podría aplazar el miedo a ese vacío si vencía su vergüenza y un domingo cruzaba el umbral de la iglesia de Siget.
Ahora, lejos de Zagreb, como siempre en semejantes ocasiones, le parecía que todas las iglesias de este mundo estaban abiertas para él, y por lo tanto también la de Siget, y que, al volver a casa, entraría en ella para agradecer a Dios que lo hubiera protegido duran