: Rémi Brague
: La Ley de Dios Historia filosófica de una alianza
: Ediciones Encuentro
: 9788499200859
: 1
: CHF 8.80
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: Philosophie
: Spanish
: 472
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Hoy la idea de ley divina se ha vuelto extraña e incluso, para algunos, ofensiva.Sin embargo, ha dominado las creencias y las costumbres durante casi tres milenios. La alianza entre Dios y la ley, forjada en la Grecia antigua y en la tradición bíblica, ha asumido formas diferentes en el judaísmo, el cristianismo y el islam. Rémi Brague describe en La ley de Dios la larga génesis de esta alianza, su desarrollo en cada una de las tres religiones medievales, y finalmente de su disolución con la modernidad europea, a través de la relectura de los textos fuentes de la filosofía y el pensamiento religioso. En el judaísmo de la diáspora, la Ley se erigía como la única presencia de Dios en medio de un pueblo que había perdido su reino y su Templo: coincidía con Dios. Es con el cristianismo cuando nace y se desarrolla su separación. El Dios cristiano ya no es solamente el legislador del tiempo de los judíos, es la fuente de la conciencia humana y comunica la gracia que permite obedecer a la ley. Esta separación dará posteriormente forma a las instituciones políticas de la cristiandad medieval, tanto al Imperio como a la Iglesia. Por el contrario, el islam se convertirá cada vez más en una religión centrada completamente sobre la Ley, que preside el conjunto de las prácticas de los hombres a partir de la caída del califato. A diferencia de las dos religiones bíblicas, aquí es Dios quien debe dictar directamente la Ley. Con la modernidad, la alianza entre Dios y la ley será denunciada y después expulsada de la ciudad: nuestro Dios ya no es legislador, nuestra ley ya no es divina. Pero ¿cómo es un mundo, como el nuestro, en el que el hombre se concibe como único soberano? ¿Cómo una ley sin huella de lo divino puede ofrecer razones para vivir?

Rémi Brague (París, 1947), es profesor emérito de Filosofía Medieval en la Sorbona de París. Fue titular entre 2002 y 2012 de la 'Cátedra Guardini' en la Universidad Ludwig-Maximilians de Munich. En 2012 recibió el premio Ratzinger, considerado oficiosamente como el Nobel de Teología. Ha sido profesor visitante en las Universidades de Pennsylvania, Colonia, Lausanne y Boston. Especialista en la filosofía medieval judía y árabe, ha investigado asimismo sobre la filosofía griega (Platón y Aristóteles). Entre sus obras más importantes se encuentran Aristote et la question du monde, y Europe, la voie romaine (traducido a 17 idiomas). Ediciones Encuentro ha publicado en español varias de sus obras, entre ellas los dos primeros volúmenes de su trilogía 'mayor', La Ley de Dios y La sabiduría del mundo, fruto de 15 años de investigación, y está preparando la publicación del tercero, El reino del hombre.

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PREHISTORIA


Hablar de una «ley divina» no es cosa en absoluto evidente. La expresión establece un vínculo entre dos nociones, lo que supone ya su existencia. Para que ésta pueda aparecer, es necesario una doble evolución en la manera de concebir el poder: el poder social —el poder de la sociedad sobre sí misma— debe presentarse en forma de leyes; la divinidad, por su parte, debe ser presentada como el lugar de un poder, y de un poder susceptible de ejercer una función normativa.

La idea de ley


En las sociedades antiguas, la idea de «ley» no es claramente perceptible. Nuestro término «ley» procede del latinolex, que expresa una noción romana. Resulta arbitrario elegirlo para expresar el término griegonomos, o hebreohoqq, y con mayor razóntorah. No es cuestión de aplicar sin precaución alguna nuestro uso del término «ley» a etapas de la evolución social e intelectual que nos preceden en el tiempo y que, en el espacio, a veces se han desarrollado en lugares distintos a Europa. Por el contrario, a lo largo de esta investigación haríamos bien en recorrer esa serie de etapas. Propongo aquí un rápido esbozo de ellas, que forma como una génesis de la idea de ley.

Ésta sólo expresa una parte del ámbito normativo, más amplio que la ley. No conocemos, ciertamente, ninguna sociedad sin reglas. Toda sociedad ejerce sobre sus miembros una represión determinada. Les sugiere cierto tipo de respuesta a las cuestiones fundamentales de la vida humana, de manera que, dominados en lo alto por lo divino e inmersos en la ley natural, negocian permanentemente sus relaciones unos con otros y con lo que les rodea. Pero no siempre es necesario que esas reglas sean objetivas. Pensemos en las reglas del lenguaje: no se presentan al individuo como algo exterior, de tal modo que la obligación que garantiza su respeto sea sentida como un peso procedente de fuera. Respecto de conductas más ritualizadas, como la educación, la presión social basta para asegurar ese respeto. En el peor de los casos, la sanción que devolverá al orden será el ridículo.

La norma puede llegar a ser tematizada, a resultar consciente: con ello no se hace sino formular lo que hasta entonces estaba implícito. Esa formulación no tiene necesariamente una autoridad constriñente. Puede limitarse a la antigüedad, y su formulación ser oral, incluso no tener un autor asignable: así, la «voz del pueblo» que emite proverbios y dichos y que satura ya el lenguaje de juicios de valor implícitos. En este nivel, consejos y órdenes aún no se distinguen.

La norma tematizada puede ser objeto de una obligación, en cuyo caso puede empezarse a hablar de ley. Para que ésta se dé, además de la tematización, hace falta una imposición. Lo expresa la voz latinaferre, presente siempre en el verbo francés «légi-férer*», o en elsetzen del alemánGesetz**. La idea queda redoblada en la palabraGesetzgebung, legislación1. Que el derecho tenga como fuente, y como única fuente, la ley; que ésta sea el resultado de un acto positivo de legislación y no la cristalización por costumbre de una práctica social son ideas que para nosotros resultan evidencias. Sin embargo, no lo son en absoluto. Del mismo modo, la decisión de no llamar «ley» sino a aquello que va acompañado de una sanción, a diferencia de lo que aparece entonces comolex imperfecta, es un hecho históricamente tardío que me cuidaré aquí de dar por supuesto.

Las primeras civilizaciones conocen muchas decisiones pronunciadas por una instancia que las pone en vigor y que tienen, por lo tanto, «fuerza de ley». En una primera aproximación, hay que distinguir, por un lado, las decisiones que tienen valor jurídico, las sentencias tomadas en un caso singular y, por otro, las reglas generales que determinan el modo en que serán tomadas las sentencias en todos los casos. Pero la idea de una regla objetiva y estable en virtud de la cual serán tomadas las decisiones no es algo claro desde el principio. Los juicios concretos, pronunciados en circunstancias particulares, deben ser obligatoriamente formulados, pues no tienen existencia sino en y por su formulación. Los principios lesionados no tienen, en cambio, por qué, y pueden permanecer apaciblemente en lo implícito. El derecho no surge para aparecer como tal sino cuando se trata de restablecer una situación lesionada por una trasgresión, y lo hace, llegado el caso, castigando. De aquí que, en la China antigua, el derecho llevaba el nombre, entre otros, de «castigos» (hsings)2.

La ley da un paso decisivo con su puesta por escrito. Su redacción permite que sea conservada independientemente de su memorización por