Pier Paolo Pasolini tras un tercio de siglo
¿Qué permanece de Pier Paolo Pasolini, transcurridos más de treinta años desde su muerte? La respuesta depende, como siempre, del sentido que se quiera dar a la pregunta. Hay quienes han visto su voz excesivamente ligada a los aconteceres del tiempo en que surgió, al punto de que el paso de los años deposita sobre ella una pátina de prematura vejez. Otros sin embargo advierten en sus textos una dimensión profética, anticipatoria, tal que sólo en el más acuciante presente adquieren su entera potencialidad de verificación, de legibilidad. Ambas posiciones se resienten de la aplicación de un parámetro valorativo desproporcionado, inadecuado en última instancia: el de la durabilidad. Como si a la obra, al hacer artístico de quien fuera por encima de todo un poeta, concernieran criterios propios de un mercado de producción más o menos seriada, de rápido consumo de artefactos con fecha de caducidad inmediata, o preparados para una larga conservación.
Un poeta, Pasolini: también cuando parece perder entidad la escritura verbal y se impone el «cine de poesía». Sus películas, en efecto, se articulan sobre una secuencialidad elíptica, sobre una dicción visual que en nada cede a los viejos hábitos de la percepción preconcebida, sobre imágenes de cuerpos y lugares que irrumpen ante el espectador como una aparición: formas que esconden substratos mitológicos, simbólicos, iconográficos, cuya superposición nace de una intensa travesía por la historia de los modelos de la representación; y cuya visión induce a llevar a cabo de nuevo esa travesía. El cine forma parte de su más hondo, más alto legado artístico, expresivo. Se diría que todo él encarna la respuesta a la pregunta que da título a uno de sus ensayos:¿Ser, es natural? La respuesta negativa: la realidad, la existencia de las cosas, es epifánica. De ahí que en muchas de sus películas, no sólo en las de específica temática religiosa, el universo de lo sagrado, del mito, sea elemento axial. DesdeAccattone (1961),Mamma Roma (1962), la prodigiosa brevedad deEl requesón (1963) —los rostros fílmicos de la escritura narrativa—, hasta el ciclo explícitamente mítico deEdipo rey (1967) yMedea (1970), hasta la irrupción devastadora del milagro enTeorema (1968) o de los ritos antropófagos enPocilga (1969), hasta la «trilogía de la vida» (Decamerón 1971,Cuentos de Canterbury 1972,Mil y una noches 1974), hasta la abjuración —de la vida— enSalò (1975): de la sacralidad de los cuerpos —muertos— de los subproletarios romanos, a la de la gracia del deseo en la trilogía, a la profanación de lo sagrado de los cuerpos —vivos— de los jóvenes esclavos en el fascismo residual de Salò.
Un poeta, Pasolini: magmático, excesivo (son sus propios términos), que integraba en sus versos, en sus planos, retazos de inmediatez y fragmentos de historia, desnudamientos extremos de la palabra y de la imagen junto a su prosaica proliferación, lirismos insondables junto a su consciente y programática desarticulación: siempre las dos caras, la especularidad, la autonegación: nunca la complacida colonización de un territorio ya conquistado.
¿Qué permanece hoy de Pasolini? Permanece el cuerpo de su obra en su hacerse agónico, en las huellas de la laceración, en la desfundamentación de cualquier certeza desde la que seguir viviendo, construyendo. Permanece su obra como el más hondo testimonio: el de fijar, dar forma, a la materia informe, y al tiempo percibir la precariedad, la imposibilidad, la aporía (el paso impracticable) que tal operación transita. De aquí la permanente puesta en discusión y en evidencia de un yo fragmentario que deambula por los parajes de la desolación: que hace y destruye y hace, mostrando los jirones, los despojos. Permanece la obra en la dimensión de la «acontemporaneidad»: palabra, gesto, detenidos, que desvelan su ucrónica contemporaneidad apenas son convocados por la atención, por el afecto, de cualquier lector nuevo, de cualquier nuevo espectador.
Las cenizas de Gramsci (1957) es el libro que marca el acceso a la general dimensión pública de un poeta que desde los primeros años cuarenta venía construyendo una obra, mayoritariamente escrita en dialecto friulano