: Darío Vilas Couselo, Ivan Mourin, José Luis Cantos Martínez, Miguel Aguerralde, Juan Ángel Laguna Ed
: Fantasmagoria
: Nowtilus - Tombooktu
: 9788499674902
: 1
: CHF 5.30
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 256
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Una compilación aterradora y novedosa que presenta quince cuentos en los que el fantasma, de forma diversa, se erige en elemento clave de la trama. Los fantasmas han estado presentes en toda la historia de la literatura, es por ello que ofrecer versiones nuevas de la figura del fantasma parece una tarea imposible, pero los autores que componen Fantasmagoría lo consiguen, sin sacrificar un gramo de calidad además. Un libro poblado de elementos espectrales, de hombres capaces de ver el alma de los demás, de extraños sueños, de experiencias entre la realidad y la alucinación, de fantasmas que recorren los túneles del metro o de espíritus atrapados en la Segunda Guerra Mundial. Darío Vilas es capaz de reunir en esta antología una mezcla equilibrada de escritores consagrados con jóvenes promesas unidos todos por la solvencia narrativa y la originalidad. Narradores capaces de provocar terror pero también un abanico grande de sentimientos, escritores con influencia tan heterogéneas como el realismo sucio, Bukowski, Stephen King, Umberto Eco o el omnipresente Lovecraft y que, debido a esto, han cerrado una compilación de cuentos apta para cualquier lector y con un alto nivel literario. Razones para comprar la obra: - La compilación presenta versiones nuevas y originales de la figura del fantasma de modo que trasciende la literatura de género en múltiples direcciones. - El fantasma es un elemento que ha estado siempre en la literatura universal y del que se han ocupado autores de la talla de Shakespeare, Cervantes o Lope de Vega. - Entre los autores se encuentran nuevos talentos y escritores ya consagrados y, tanto unos como otros, consiguen mantener la coherencia de la antología. - Es una obra que, por su composición, es apta para todos los públicos, tanto los que buscan relatos clásicos de terror como los que buscan otras experiencias.

En 2010 ganó el Premio Nosferatu con su relato Orgullo de padre. Ha sido finalista de muchos premios literarios: ScifiWorld de Fantasía Terror y Ciencia Ficción, Círculo Rojo, etc. Ha publicado en diversas antologías, como Antología Z, Monstruos del cine, Peste o Calabazas en el trastero. Su primera novela, Instinto de superviviente, fue finalista en la categoría de Mejor Libro de Ficción de los Premios ScifiWorld. Recientemente ha publicado su segunda novela Lantana, donde nace el instinto (Dolmen, 2012).

EL COLUMPIO


José Luis Cantos

—Tengo miedo, mamá –susurra Lucía con tono compungido bajo el dintel de la puerta.

Su carita redonda brilla con un cariz ceroso en la semioscuridad del cuarto.

—Ven cariño, acércate –le dice su madre desde la cama, y yo contengo un reniego.

Una noche más con la niña durmiendo entre nosotros –y ya van tres en esta semana–, o lo que es lo mismo: otra noche sin sexo.

Levantamos el nórdico para que Lucía, envuelta en su pequeño camisón blanco, se deslice al interior de la cama matrimonial. De soslayo, observo el bulto bajo el pantalón de mi pijama, una prometedora erección desperdiciada por las pesadillas de la cría.

—No te importa, ¿verdad, Jorge? –me pregunta Andrea con ese mohín próximo a la súplica que entristece su rostro siempre que su hija nos priva de un poco de vida íntima. Es una cuestión de pura cortesía; aunque yo le dijera que sí, que me jode no poder retozar con ella, no cambiaría nada–. No te preocupes cariño –y fuerzo una sonrisa lo suficiente persuasiva para que ella me responda con otra.

—Te quiero –articula en silencio mientras Lucía se acurruca contra su regazo– ¿Qué ha sido esta vez, cielo?

—Estaba muy oscuro –lloriquea la niña–, y había un espejo, y alguien me llamaba…

Disimulo un suspiro y giro la cabeza hacia la ventana del cuarto; la chiquilla continúa su relato, Andrea le acaricia la melena azabache. Fuera, el viento gime, las ramas del olivo rascan suavemente el cristal de la ventana, y mis párpados van cediendo a un sueño monótono exento de fantasías húmedas.

—Creo que voy a construir un columpio para la niña.

Degusto el café con deleite mientras observo por la ventana situada sobre la encimera. El otoño se ha adelantado, apenas quedan trazas de verano en el patio. La mañana grisácea asoma tras las nubes como una acuarela aguada.

—¿No vas a pintar hoy? –Andrea recorre la escueta cocina de un lado a otro, desayunando a trompicones. Se le está haciendo tarde, la arruga en el ceño delata el estrés que intenta ocultar. No es que su trabajo sea gran cosa: servicio al cliente en una empresa de telefonía, pero es lo único que tenemos hasta que mis cuadros empiecen a venderse. Serán unas navidades muy austeras, me temo.

—Por supuesto que sí, el columpio sólo me llevará un rato, lo único que necesito es madera y un poco de cuerda. Creo que tengo en el cobertizo.

Lo colgaré en el huerto, en esa rama del olivo larga y gruesa, cuyas hojas llegan hasta la ventana de nuestro dormitorio, en el piso superior.

—¿No sería mejor hacerlo para la primavera, cariño, cuando vuelva el buen tiempo? Empieza a hacer frío… –Se dobla la chaqueta sobre el brazo y comienza la frenética búsqueda de las llaves del coche.

—Un columpio es un columpio, da igual la época del año.

—Está bien –concede. No me cuesta comprender que sólo la mitad de ella ha estado pendiente de la conversación, su otro cincuenta por ciento tiene la mente puesta en las quejas y maldiciones que va a tener que soportar durante ocho horas–, pero luego ponte a pintar.

—Descuida.

Me besa al despedirse; un beso descuidado, protocolario. Su pelo castaño y brillante, agitado por las prisas, impregna todo con su aroma personal. Me encanta ese olor.

La acompaño afuera y le abro la puerta de la verja; una gruesa lámina de metal que cierra la parcela y que, en teoría, está motorizada. Pero se jodió con las últimas lluvias de agosto y nunca encuentro el ánimo para repararla. El C3 se pierde por el camino de tierra y yo, envuelto en mi bata gruesa, quedo por un momento regocijándome del silencio que rodea la casa de campo. No estamos completamente aislados, hay más viviendas desperdigadas alrededor, pero no se trata, ni por asomo, de la aglomeración de la ciudad. Además, la autopista queda lejos, es una línea negra que más allá de los descampados y las arboledas, perfila el horizonte. El canto de las aves, una melodía licuada que acentúa la sensación de paz.

Cuando regreso al interior, Lucía desciende los escalones. La veo restregarse los ojos con sus manitas, caminar a pasos cortos arrastrando sus zapatillas de conejitos azules. No puedo evitar sentirme culpable por mi actitud egoísta de anoche. Debo recordar lo duro que debe haber resultado el carrusel de cambios en que se ha vist