: Gaspar Melchior de Jovellanos
: Toros, Verbenas y Otras Fiestas Populares
: Reino de Cordelia
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A solicitud de la Real Academia de la Historia, Gaspar Melchor de Jovellanos realizó un informe sobre los juegos, espectáculos y diversiones públicas frecuentes en las provincias españolas, que sería hecho público en verano de 1796. Ahora, doscientos años después de la muerte de su autor, el texto continúa sorprendiendo por su vigencia en asuntos como la necesidad de utilizar el teatro -léase ahora la televisión- como herramienta educativa, lo que obligaría a quitar todas las obras en cartel. Y las críticas a los espectáculos taurinos, prohibidos por orden real en la época de Jovellanos, asunto que ya por entonces dividía a la población.

Gaspar Melchor de Jovellanos (Gijón, 1744 - Puerto de Vega, Navia, 1811) Es el representante más genuino de la Ilustración española. Hombre culto, abierto, fecundo y ejemplar, siempre se caracterizó por su hondo patriotismo y gran preocupación por los distintos problemas de España, lo que le llevó a intentar reformar las instituciones y costumbres de su época. Tras estudiar filosofía y leyes, en 1767 ocupa la plaza de magistrado de la Real Audiencia de Sevilla y toma contacto con destacados ilustrados. Once años después logra el traslado a la Sala de Alcaldes de Casa y Corte en Madrid. En la capital de España ingresa en la tertulia de Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, quien le encomienda distintos trabajos que dan muestra de la solvencia de Jovellanos para los asuntos económicos. Plenamente integrado en la vida cultural madrileña, fue miembro de la Real Academia de la Historia (1779), de la Real Academia de San Fernando (1780) y de la Real Academia Española (1781). Tras la muerte de Carlos III su suerte cambia: es apartado de la Corte con el pretexto de un cargo en Asturias hasta que en 1797 Godoy le nombra ministro de Justicia, aunque cuatro años más tarde lo detiene y deporta a Mallorca acusado de hereje. Será liberado en 1808, tras la invasión francesa, por José Bonaparte, que le ofrece un nuevo cargo de ministro. Jovellanos, aquejado de graves problemas de salud, rechaza la oferta y se pone al lado de quienes se levantaron contra las tropas de Napoleón.

Segunda parte


PARA EXPONER MIS IDEAS CON MAYOR CLARIDAD y exactitud, dividiré el pueblo en dos clases: una que trabaja y otra que huelga; comprenderé en la primera todas las profesiones que subsisten del producto de su trabajo diario, y en la segunda las que viven de sus rentas o fondos seguros.¿Quién no ve la diferente situación de una y otra con respecto a las diversiones públicas? Es verdad que habrá todavía muchas personas en una situación media; pero siempre pertenecerán aésta o aquella clase, según su situación incline más o menos a la aplicación o a la ociosidad. También resultará alguna diferencia de la residencia en aldeas o ciudades, y en poblaciones más o menos numerosas; pero es imposible definirlo todo. No obstante, nuestros principios serán fácilmente aplicables a todas clases y situaciones. Hablemos primero del pueblo que trabaja.
Este pueblo necesita diversiones, pero no espectáculos. No ha menester que el Gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse. En los pocos días, en las breves horas que puede destinar a su solaz y recreo,él buscará,él inventará sus entretenimientos; basta que se le dé libertad y protección para disfrutarlos. Un día de fiesta claro y sereno, en que pueda libremente pasear, correr, tirar a la barra, jugar a la pelota, al tejuelo, a los bolos, merendar, beber, bailar y triscar por el campo, llenará todos sus deseos, y le ofrecerá la diversión y el placer más cumplidos. A tan poca costa se puede divertir a un pueblo, por grande y numeroso que sea!
Sin embargo,¿ cómo es que la mayor parte de los pueblos de España no se divierten en manera alguna? Cualquiera que haya corrido nuestras provincias habrá hecho muchas veces esta dolorosa observación. En los días más solemnes, en vez de la alegría y bullicio que debieran anunciar el contento de sus moradores, reina en las calles y plazas una perezosa inacción, un triste silencio, que no se pueden advertir sin admiración y lástima. Si algunas personas salen de sus casas, no parece sino que el tedio y la ociosidad las echan de ellas, y las arrastran al ejido, al humilladero, a la plaza o al pórtico de la iglesia, donde, embozados en sus capas, o al arrimo de alguna esquina, o sentados, o vagando acá y acullá, sin objeto ni propósito determinado, pasan tristemente las horas y las tardes enteras sin espaciarse ni divertirse. Y si a esto se añade la aridez e inmundicia de los lugares, la pobreza y desaliño de sus vecinos, el aire triste y silencioso, la pereza y falta de unión y movimiento que se nota en todas partes,¿quién será el que no se sorprenda y entristezca a vista de tan raro fenómeno?
No es de este lugar descubrir todas las causas que concurren a producirle; sean las que fueren, se puede asegurar que todas emanarán de las leyes. Pero sin salir de nuestro propósito no podemos callar que una de las más ordinarias y conocidas está en la mala policía de muchos pueblos. El celo indiscreto de no pocos jueces se persuade a que la mayor perfección del gobierno municipal se cifra en la sujeción del pueblo, y a que la suma del buen orden consiste en que sus moradores se estremezcan a la voz de la justicia, y en que nadie se atreva a moverse ni cespitar[73] al oír su nombre. En consecuencia, cualquiera bulla, cualquiera gresca o algazara recibe el nombre de asonada y alboroto; cualquiera disensión, cualquiera pendencia es objeto de un procedimiento criminal, y trae en pos de sí pesquisas y procesos, y prisiones y multas, y todo el séquito de molestias y vejaciones forenses. Bajo tan dura policía el pueblo se acobarda y entristece, y sacrificando su gusto a su seguridad, renuncia a la diversión pública e inocente, pero, sin embargo, peligrosa, y prefiere la soledad y la inacción, tristes a la verdad y dolorosas, pero al mismo tiempo seguras.
De semejante sistema han nacido infinitos reglamentos de policía, no sólo contrarios al contento de los pueblos, sino también a su prosperidad, y no por eso observados con menos rigor y dureza. En unas partes se prohíben las músicas y cencerradas, y en otras las veladas y bailes. En unas se obliga a los vecinos a cerrarse en sus casas a laqueda, y en otras a no salir a la calle sin luz, a no pararse en las esquinas, a no juntarse en corrillos y a otras semejantes privaciones. El furor de mandar, y alguna vez la codicia de los jueces, ha extendido hasta las más ruines aldeas reglamentos que apenas pudiera exigir la confusión de una corte; y el infeliz gañán, que ha sudado los terrones del campo y dormido en la era toda la semana, no puede en la noche del sábado gritar libremente en la plaza de su lugar ni entonar un romance a la puerta de su novia.
Aun el país en que vivo, aunque tan señalado entre todos por su laboriosidad, por su natural alegría y por la inocencia de sus costumbres, no ha podido librarse de semejantes reglamentos; y el disgusto con que son recibidos, y de que he sido testigo alguna vez, me sugiere ahora estas reflexiones. La dispersión de su población ni exige, ni permite, por fortuna, la policía municipal, inventada para los pueblos agregados; pero los nuestros se juntan a divertirse en lasromerías, y allí es donde los reglamentos de policía los siguen e importunan. Se ha prohibido en ellas el uso de los palos, que hace aquí necesarios, más que la defensa, la fragosidad del país; se han vedado las danzas de hombres, se ha hecho cesar a media tarde las de mujeres, y, finalmente, se obliga a disolver antes de la oración las romerías, que son laúnica diversión de estos laboriosos e inocentes pueblos.¿Cómo es posible que estén bien hallados y contentos con tan molesta policía?
Se dirá que todo se sufre, y es verdad: todo se sufre, pero se sufre de mala gana; todo se sufre, pero¿quién no temerá las consecuencias de tan largo y forzado sufrimiento? El estado de libertad es una situación de paz, de comodidad y de alegría; el de sujeción lo es de agitación, de violencia y disgusto; por consiguiente, el primero es durable, el segundo expuesto a mudanzas. No basta, pues, que los pueblos estén quietos; es preciso que estén contentos, y sólo en corazones insensibles o en cabezas vacías de todo principio de humanidad y aun de política, puede abrigarse la idea de aspirar a lo primero sin lo segundo.
Los que miran con indiferencia este punto, o no penetran la relación que hay entre la libertad y la prosperidad de los pueblos, o, por lo menos, la desprecian, y tan malo es uno como otro. Sin embargo, esta relación es bien clara y bien digna de la atención de una administración justa y suave. Un pueblo libre y alegre será precisamente activo y laborioso, y siéndolo, será bien morigerado y obediente a la justicia. Cuanto más goce, tanto más amará el gobierno en que vive, tanto mejor le obedecerá, tanto más de buen grado concurrirá a sustentarle y defenderle. Cuanto más goce, tanto más tendrá que perder, tanto más temerá el desorden y tanto más respetará la autoridad destinada a reprimirle. Este pueblo tendrá más ansia de enriquecerse, porque sabrá que aumentará su placer al paso que su fortuna. En una palabra: aspirará con más ardor a su fe