La Velada en Benicarló
(EL AUTO DEL DOCTOR LLUCH devora la distancia entre Barcelona y Benicarló. En el morro del coche se despliega un banderín gualda, y en la mirilla trasera,“Metge”, dice un letrero blanco anegado en polvo. La profesión, los servicios de Lluch le habían valido conservar el disfrute del coche,último resto de sus comodidades de burgués: guiándolo, introduce en su estado presente una punta sarcástica, recuerdo de su antigua condición de dueño. Junto a Lluch viaja Miguel Rivera, diputado, joven aún y, hasta seis meses antes, millonario. Dentro, el comandante Blanchart, un oficial de aviación, Laredo, convaleciente de heridas atroces, y la Paquita Vargas, artista de zarzuela. Necesitados de viajar por motivos diferentes, Rivera había obtenido de su amigo Lluch que admitiera en su coche a los dos militares y a la Paquita, hasta Valencia. Declinante un día de marzo, cortan la campiña del Penedés, la tierra fragosa, poblada de olivos y algarrobos, que vomita turbiones en el mar, las vegas de Tortosa, y desembocan en la Plana, llameantes los ocres de la costa sobre el agua azul, anegada en tintas de violeta la hosquedad confusa del Maestrazgo. Ningún tropiezo. A medio camino, un entierro. Cipreses verdinegros, sobredorados por el ocaso, cobijan el cementerio contiguo a la carretera. Lluch detiene el coche. Sobre el féretro, una bandera roja y negra; detrás, el pueblo entero, alineado, y una música en silencio. Al paso del féretro, Lluch levanta el puño. Inquietud de Rivera. Otros del cortejo, contestan. Se oye el arrastrar de pies por la carretera. Algunos ojos escrutan el interior del coche, atraídos por los uniformes. Más lejos, una patrulla.
—¡Alto!¡Los papeles!
Lluch exhibe un pliego lacerado por las firmas, rúbricas, sellos, contraseñas y marcas bastantes a acreditar su lealtad. El cabo de la patrulla parece horadar el papel con la mirada. Lluch se impacienta.
—Menos prisa, camarada. Hay que enterarse.
—Te enterarías antes, camarada, si leyeras el papel al derecho.
Se lo devolvieron.
—Podéis seguir.¡Salud!
—Salud... y supervivencia—exclama Lluch al poner el coche en marcha. Susto de Rivera:“Van a pegarnos un tiro”.“¡Bah! No son tan ingratos”.
Lluch se place en la rápida carrera, en la paz de los campos, traídos a tal galanura y fecundidad por un trabajo de siglos. Masías blancas entre parcelas cobrizas recién labradas y siembras lozanas, brillante el verde jugoso de las mieses nuevas. Carros de labrador, de toldo alto, guarnecidos los arneses de las mulas con mucha clavazón dorada. Algún viñador poda lasúltimas cepas. La pincelada milagrosa de las flores parece soltarse de los frutales tempranos y volar, en la fuga del coche, al horizonte de sierras encanecidas.
—Lo arrasarán todo. Ni casas niárboles quedarán en pie. Los hombres, fusilados.¿Por qué no las mujeres y los niños?¿No los vemos ya hechos pedazos? Nos llegará el turno…—murmura Lluch.
El impresionable Rivera solía fluctuar a merced de las opiniones ajenas, sobre todo de los vaticinios pavorosos, por su experiencia personal reciente, muy siniestra. En ella quería fundar, sin embargo, una mayor confianza en la suerte, como si hubiese agotado las probabilidades adversas.
—He salvado la piel de tantos peligros que me creo destinado a sobrevivir.
—La conservación de la vida no se asegura de una vez para siempre. No confunda usted las aventuras novelescas de su evasión con la realidad del peligro mismo. No le añaden nada. El destino no se presenta siempre con apariencias tan notables. Se muere tontamente, sin saber por qué. Hace meses se encontraba uno en las cunetas de este camino a los muertos rebozados en su propia sangre. De sobremesa o en mitad del sueño les habían pegado cuatro tiros.¿Quién?¿Por qué? Cuando nos toque a nosotros, seremos dos números en la estadística. Sin ninguna razón explicativa de nuestro destino. O admite usted la mía: que a los hombres como nosotros se les acaba el mundo. Sobramos en todas partes. El proceso eliminatorio se cumplirá, poco importa el modo.¿Ley de la historia? Bueno. La historia es una acción estúpida. Ajena, cuando no contraria a la inteligencia humana. El hombre lo comprueba, lo padece y no puede más. Tal es la grandeza de su destino, según dicen. Eso nos diferencia de una caña. Envidio a la caña. Como no hay remedio, me forjo una moral adecuada a la quiebra de mi humanidad y recito mi papel hasta laúltima sílaba.
Anochecido, rinden viaje en el albergue ribereño del mar. Las brasas del poniente se enfrían, dejan nubes de ceniza. Témpanos blancos en el caserío del pueblo. Entre huerto y jardín, unos olivos. La silueta abrupta de Peñíscola, desgajada de tierra. Calma chicha. Las piedras de la orilla paladean un rizo transparente que se explaya sin ruido ni espuma. Otros viajeros, en el albergue, reciben con asombro y alborozo a Miguel Rivera. El coloquio se prolonga durante la cena y la sobremesa).
PASTRANA.–¿De dónde sale usted?
RIVERA.– De la sepultura.
MORALES.– Es para creerlo. Todos le daban por muerto.
RIVERA.– No miento. Al pie de la letra, vengo de la sepultura. Estaba de paso en Logroño, para visitar a mis hermanos, cuando empezó la rebelión. Si el pueblo hubiese tenido armas habría vencido. Con una sangría suelta, la resistencia cedió.¡Qué de suplicios! A mi hermano, el capitán de Artillería, le fusilaron; y al otro, ingeniero, le asesinaron en el camino de Zaragoza, porque eran republicanos. Antes de matarlo, le arrancaron unos dientes de oro. Pude esconderme. Pasé cuatro meses en la choza de un pastor, en plena sierra. Mientras, me juzgaron en rebeldía, me condenaron a muerte, confiscaron todos nuestros bienes, incluso los de mi madre, que a sus ochenta años vive de limosna. Una partida descubrió mi escondite. Creí llegada miúltima hora. Eran amigos, obreros de Haro, fugitivos. Contaron las hecatombes de La Rioja.¡Asombroso! En los pueblos más señalados fusilaron los censos enteros. Me di a conocer y unimos nuestra suerte. Me pusieron en relación con un conductor. Encerrado en el maletón de un coche me llevó a Pamplona. Al hombre no se le ocurrió otra cosa que esconderme en el cementerio.“Tengo aquí un buen amigo”, me dijo. Muchos tenía yo, pero muertos. En Navarra apenas había más que carlistas, nacionalistas y católicos. En las elecciones, la coalición republicana no pasó de treinta y seis mil votos. Pues han fusilado a unas quince mil personas. Si la proporción es igual en toda España, hagan ustedes la cuenta… El conductor tenía, en efecto, un amigo camposantero. Pasé veinticuatro días metido en un nicho. No había peligro de que los vecinos me denunciaran. Por las noches salía a estirar las piernas y a recoger un poco de pan y un jarro de agua. Mi protector me preparó la fuga. Llegué a la raya a pie, en hábito de fraile, y di con mis huesos en Arlegui. Huesos, porque no tenía más debajo del hábito, y el pellejo. Nunca hubiese creído que por salvarlo se padeciera tanto. Me socorrieron. Tardé unas semanas en recobrarme. Quise volver a España…
MORALES.– Extraño caso.
RIVERA.– Ya me he dado cuenta. Con recursos prestados llegué a La Junquera. Me detuvieron por sospechoso. No tenía papeles. Alegué mi condición de diputado y lo puse peor.
PASTRANA.– Lo de ser diputado estaba casi tan malo como ser general, obispo o patrono. Aunque no tan malo como ser ministro.
RIVERA.– Preso en una barraca, amenazado de muerte, logré enviar a Barcelona un recado