Capítulo 2
EL Marqués de Havingham condujo con gran elegancia su tiro de cuatro caballos color castaño, perfectamente iguales, hasta el patio de la posada deEanl Pelig.
Viajaba en su faetón construido especialmente paraél, un carruaje mucho más ligero y por lo tanto más rápido que cualquier otro vehículo que circulaba por los caminos.
–Creo que hoy establecimos un record, Jim– comentó.
–Una gran hazaña,my Lord– replicó Jim, con la certeza de que podía jactarse del corto tiempo empleado en el viaje con los otros palafreneros a quienes encontraría en la taberna.
El Marqués contempló con desasosiego el atestado patio. Había muchos elegantes vehículos, más de los que esperaba, y después de unos momentos, exclamó:
–¡Por supuesto! Las carreras de Doncaster.¡Se me había olvidado!
–Espero que Su Señoría esté cómodo– dijo Jim en tono conciliador–. El Señor Harris debe haberse ocupado de eso.
El Marqués no tenía ninguna duda a ese respecto. Al enviar a su ayuda de cámara con anticipación, tenía la seguridad de que obtendría los cuartos más cómodos y de que, a su llegada, lo encontraría todo listo.
Sin embargo, se daba cuenta de que una carrera, en cualquier aldea, reuniría a un buen número de caballeros desde muchos kilómetros a la redonda.
Ello significaba que los empleados de la posada estarían sumamente ocupados y que el lugar se volvería ruidoso, lo cual le disgustaba sobremanera después de haberse pasado todo el día viajando.
Pero ya no tenía remedio y, al bajarse de su faetón, casi se lamentó de no haber hecho arreglos para pasar la noche en casa de algunos amigos, como lo hizo cuando se dirigió hacia el Norte.
–¿A quién visitarás cuando te marches?– le había preguntado su madre antes de partir.
–He decidido regresar al Sur lo antes posible. Hablando con franqueza, Mamá, la mayoría de las personas que visité cuando me dirigía hacia aquí resultaron extraordinariamente aburridas.
No mencionó que una de las razones para ese cambio de planes fue el descubrir que los dueños de las confortables mansiones, donde lo recibían con gran afecto, tenían la costumbre de imponerle a alguna de sus hijas.
Había disfrutado los días que pasó en Woburn Abbey en Burleigh, con el Duque de Darlington, en su impresionante Casa Campestre, pero las maniobras de su anfitriona para que prestara atención a sus insípidas y calladas hijas hicieron que el Marqués suspirara por las encantadoras y frívolas mujeres con quienes pasaba su tiempo en Londres.
Por fortuna, todas estaban casadas y, lo mejor de todo, era que conocían las reglas del juego, así que no había peligro de verse amenazado con un anillo de compromiso, lo que a sus ojos era como un par de esposas.
Como ya estaba comprometido en matrimonio con Beryl Fern, en esa ocasión le habían irritado más que nunca las maquinaciones con vistas al matrimonio que había tenido que soportar a través de los años.
Por ello, cuando llegó a Harrogate, decidió no someterse de nuevo a tan fastidiosa situación.
–Pero tú odias las posadas y los hoteles, Querido– había comentado su madre sorprendida.
–Ya lo sé, Mamá, pero sólo tengo que soportarlas por una noche y Harris se las arregla para que siempre esté tan cómodo como sea humanamente posible bajo las circunstancias.
–Me sentiría mucho mejor si pasaras la noche en casa de tus amigos– había insistido la Marquesa.
–Pero yo no. Así que deja de preocuparte, Mamá, porque, como de costumbre, viajaré de incógnito.
El Marqués, además de ocupar un relevante lugar en sociedad, era dueño de magníficos caballos de carrera en todos los confines del país.
Eso lo hizo decidirse a usar uno de sus títulos menores cuando pernoctaba en posadas o casas de posta.
Sabía que Harry lo había registrado enEl Peligan comoSir Alexander Abdy. De ese modo, se libraría de los oportunistas, que siempre lo seguían en las carreras o lo asediaban en Londres solicitando ayuda o, lo que era aún más engorroso, de los petulantes que pretendían haber compartido su amistad durante la guerra.
Entró por una de las puertas laterales deEl Peligan que daban al patio y se encontró, como esperaba, con Harris. Junto aél se encontraba su Jefe de Lacayos, a quien también había enviado con anticipación para encargarse de los caballos.
–Buenas noches,my Lord– dijeron los dos hombres al unísono.
–Una excelente corrida, Ben. Esos caballos castaños valen hasta elúltimo centavo que pagué por ellos.
–Me alegra oírle decir, esomy Lord.
–Los hice esforzarse mucho hoy; mañana tendrás que conducirlos a paso más lento. Y vigila al mozo nuevo para que no los presione demasiado.
–Así se hará,my Lord.
El Marqués siguió a Harris por un largo corredor y subieron por una antigua escalera de roble.
Al pasar, escuchó los ruidos que provenían del bar, donde los asistentes a las carreras se divertían o ahogaban sus penas después de pasarse todo el día en el hipódromo.
Cuando Harris lo hizo pasar a un agradable dormitorio con una ventana de arco y una cama de cuatro postes, en apariencia bastante confortable, el Marqués dijo:
–Me olvidé que esta semana se celebraban las carreras en Doncaster.
–Eso es lo que pensé– replicó Harris–, pero como nosotros nunca inscribimos a nuestros animales para la temporada