: Charles Kingsley
: Los niños del agua
: Rey Lear
: 9788492403646
: 1
: CHF 9.00
:
: Fantasy
: Spanish
: 304
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Publicada dos años antes que Alicia en el País de las Maravillas, Los niños del agua se ha confundido a menudo con un relato meramente infantil aunque, al igual que la novela de Lewis Carroll, supera con creces cualquier barrera de edad. Adaptada al cine por Walt Disney en 1935, narra la historia de Tom, un deshollinador de 10 años, explotado cruelmente por su amo Grimes, que cae por la chimenea de una casa de campo a donde ha sido llevado a trabajar. El accidente provoca un enorme revuelo y Tom huye hacia un estanque en el que, aparentemente, se ahoga. Pero no muere y se transforma en un niño del agua, que deberá madurar con la ayuda de las hadas y las criaturas marinas hasta convertirse en un nuevo ser más libre y responsable. Kingsley introduce en la novela todos los asuntos de la vida que le interesaban: Con una arquitectura soprendente, intenta entablar un diálogo con el lector en el que todo es posible gracias a la fantasía. Indaga en la naturaleza como reflejo de la realidad divina y aporta algunas ideas respecto a la degeneración de las especies que tardarían más de un cuarto de siglo en ser aceptadas. En 1889 se publicó una edición especial ilustrada por Linley Sambourne con dibujos tan fantásticos, inquietantes y sorprendentes como el texto. Todos ellos se han incluido, por primera vez en España, en este volumen.

Charles Kingsley (Holne [Devonshire], 1819 - Hampshire, 1875) Charles Kingsley está considerado uno de los principales reformadores sociales de la Inglaterra del siglo XIX. Hijo de un clérigo protestante, cursó estudios en el King's College de Londres y, posteriormente, en Cambridge. Tras tomar las órdenes sacerdotales, a los cuarenta años fue nombrado capellán de la reina Victoria y al mismo tiempo emprendió su carrera literaria con el poema dramático The saint's tragedy (1848). Convencido liberal e idealista, creó el grupo de los socialistas cristianos, que le provocaría duros enfrentamientos con los sectores más conservadores de la iglesia comandados por el vicario anglicano John Henry Newman, quien acabaría siendo ordenado cardenal de la Iglesia apostólica. Kingsley impartió Historia Moderna en Cambridge y fue canónigo de la abadía de Westminster, lo que no le impidió escribir una extensa obra, recopilada en veintiocho volúmenes, en la que hay ensayos, poemas y novelas históricas y fantásticas. Entre su producción narrativa destacan Yeast (1851), Hipatía o los últimos esfuerzos del paganismo en Alejandría (1853), ¡Rumbo a Poniente! (1855), Los héroes, cuentos de hadas griegos (1856) y Los niños del agua.

CAPÍTULO II


¿Nos protegen los cielos?¿Hay amor allá arriba,
entre los celestiales espíritus, que pueda
mover a compasión a criaturas tan viles?
Sí, lo hay, y lo habría incluso si los hombres
fuesen peores que bestias.¡Qué gracia extraordinaria
la del buen Dios, quien ama tanto a sus criaturas
que envía aquí y allá a sus benditosángeles
a velar por el hombre perverso y enemigo!
SPENSER[10]
LREDEDOR DE UN kilómetro y medio después y unos miles de metros más abajo…¡por fin!, Tom consiguió llegar. Ahora sí parecía que la campesina de la falda roja, que desbrozaba la maleza del jardín e incluso las rocas de más allá, estaba a tiro de piedra. Desde el fondo del valle hasta allí habría la anchura de una parcela. Al otro lado, corría el arroyo y, sobreél, los peñascos, el cerro, la escalera y el páramo, y todo ello se elevaba como un muro hacia el cielo vestido con un manto gris.
Era un sitio tranquilo, silencioso, feliz y exuberante, una hendidura tallada en las profundidades de la tierra, tan recóndito y apartado del camino que los malignos demonios jamás podrían encontrarlo. El lugar no es otro que Vendale. Si quieres visitarlo tendrás que ir hasta High Craven y buscarlo desde el bosque de Bolland hacia el Norte, pasando por Ingleborough en dirección a Nine Standards y Cross Fell. Si no lo encuentras, tendrás que dirigirte hacia el Sur y buscar Lake Mountains, bajar a Scaw Fell e ir hasta el mar. Si aún así no lo hallas, debes regresar de nuevo hacia el Norte por la alegre Carlisle y buscar por todas partes los Cheviots, desde Annan Water hasta Berwick Law. Y entonces, encuentres o no Vendale, habrás dado con una tierra y unas gentes que te harán sentir orgulloso de ser británico.
Tom continuó descendiendo por unos noventa metros de brezal empinado, mezclado con piedras sueltas de pedernal tanásperas como una lima, algo bastante desagradable para sus ya maltrechos talones. Iba dando tumbos, brincos, pasos firmes y aún pensaba que, si tiraba una piedra, podría colarla por el jardín.
Luego atravesó treinta metros de terrazas de piedra caliza, una debajo de otra, tan rectas como si un carpintero las hubiera trazado con su regla y cortado a cincel. Aquello ya no era un brezal, sino una cuestecita cubierta con hermosas hierbas y oloroso matorral: jara, saxífraga, tomillo y albahaca.
Después apareció un escalón de caliza tan empinado como el tejado por el que había tenido que deslizar su pobre rabadilla, más tarde otro con hierba y flores y luego otro más y, acto seguido, cincuenta metros otra vez de hierba y flores.
¡Otro nuevo escalón!, esta vez de tres metros de altura. Aquí tuvo que detenerse y buscar un recoveco porque, de haber saltado, habría ido a parar al jardín de la anciana, dándole un susto de muerte. Encontró una grieta oscura y estrecha repleta de helechos de tallo verde, como los que se cuelgan de las cestas de los salones de las casas, y se introdujo utilizando codos y rodillas, igual que cuando se metía por las chimeneas. Prosiguió y a continuación halló otra cuesta con hierba, otro escalón y así sucesivamente hasta que…¡Oh, Dios mío, espero que todo esto termine ya! Tom también lo deseaba.¡Y eso que todo estaba a tiro de piedra!
Por fin, llegó a un bancal de hermosos arbustos: mostajo—con sus grandiosas hojas de reverso plateado—, serbal y roble. Bajo ellos, acantilados y peñascos con grandes bancales de helechos y juncias silvestres. A través de los arbustos podía ver centellear el arroyo y escuchar su murmullo sobre los guijarros blancos. Desconocía que aún estaba a noventa metros de desnivel.
Quizá a ti te habría dado vértigo, pero no a Tom, que era un valiente deshollinador. Cuando se vio allí, en la cima del acantilado, cansado como nunca antes en su vida, en lugar de sentarse y llamar llorando a su mamá (aunque nunca tuvo madre a quien llorar), se dijo:«¡Perfecto, esto está hecho a mi medida!». Descendió por troncos, piedras, juncias, salientes, matas y juncos como si fuera un monito negro y gracioso con cuatro patas en lugar de dos. En ningún momento se percató de que la mujer irlandesa seguía sus pasos.
Se sentía terriblemente cansado, el sol ardiente sobre el páramo lo había agotado y aún más el calor húmedo de los peñascos boscosos. Le sudaban tanto las manos y los pies que estaba más limpio que nunca, lo que no quiere decir que no fuera ensuciándolo todo a su paso; de hecho, desde entonces un gran tiznajo negro cubre longitudinalmente el peñasco y nunca antes hubo en Vendale tantos escarabajos negros como desde aquel día. La causa está clara: Tom tiznó a papá escarabajo justo en el momento de su boda, cuando iba tan elegante como el perro de un jardinero con su prímula en la boca, arruinando su chaqueta azul cielo y sus leotardos escarlata.
Finalmente llegó, pero mira por dónde no estaba abajo del todo—lo mismo le pasa a quien desciende una montaña— pues, esparcidos por aquí y por allá, surgían montones de rocas de caliza de todos los tamaños, algunos como tu cabeza y otros tan grandes como una diligencia, con huecos de dulce helecho entre ellos. Antes de atravesarlos, Tom volvía a estar bajo la luz del sol. Sintió, entonces, como suele pasarle a cualquiera, que, súbitamente, de una vez por todas estaba rendido, completamente rendido.
Debes esperar, jovencito, sentirte así algunas veces a lo largo de tu vida si llevas la que un hombre debe llevar y, aun siendo sano y fuerte, aún así, cuando estés abatido sentirás que es desagradable. Espero que cuando eso ocurra, tengas un buen amigo, firme y tenaz, en quien apoyarte, alguien en plena forma. Si no lo tienes, mejor que te quedes donde estés, esperando que pase el temporal, como solía hacer el pobre Tom.
Era incapaz de continuar, el sol abrasaba, peroél sentía frío. Estaba hambriento y se encontraba mal. No quedaban más de doscientos metros de pastos suaves entreél y la cabaña, pero era incapaz de caminar.Únicamente oía el murmullo del arroyo, a sólo una parcela de distancia, pero le parecía lejano, a miles de kilómetros.
Se tumbó en el césped hasta quedar cubierto de escarabajos, con moscas en la nariz. No sé cómo habría podido levantarse, de no ser porque los mosquitos se compadecieron deél. Unos trompetearon alrededor de sus oídos y otros le propinaron tal cantidad de picotazos y mordiscos—allí donde el hollín dejaba hueco, claro— que se despertó y fue a caer, dando trompicones, sobre un pequeño muro que daba a un estrecho camino que terminaba en la puerta de la cabaña.
Era una cabaña preciosa, con un jardín rodeado de setos de tejo muy bien podados. Los del interior tenían aspecto de pavo real, de tetera, de trompeta y de toda clase de formas raras. De la puerta llegaba un ruido parecido al que hacen las ranas de la Gran A[11] cuando barruntan un día de calor sofocante, que vaya usted a saber cómo lo saben.
La puerta estaba abierta y adornada con clemátides y rosas. Tom, ligeramente temeroso, se acercó con cautela a echar un vistazo.
Allí, sentada junto al hogar vacío, ocupado por un caldero lleno de hierbas olorosas, estaba la viejecita más encantadora que jamás se haya visto, con su enagua roja, su camisoncito de algodón y un gorrito limpio y blanco cubierto con un pañuelo de seda negra anudado a la barbilla. A sus pies yacía el que debía ser el rey de todos los gatos y, frente a ella, doce o catorce chiquillos pulcros, rosados y rechonchos, sentados en dos banquitos, que aprendían el abecedario como cotorras.
Qué cabañita tan agradable, con el suelo de piedra limpio como el jaspe y antiguos y curiosos grabados colgados en las paredes. Se veía, además, un viejo aparador de roble color negro, lleno de platos brillantes de bronce y peltre, y un reloj de cuco en la esquina