: Tawni O'Dell
: La fiebre del carbón
: Ediciones Siruela
: 9788415937654
: Nuevos Tiempos
: 1
: CHF 8.90
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 368
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Impul ada por la misma energía, humor y suspense que distinguieron Caminos ocultos, O'Dell vuelve a atraparnos con su dramatismo sin concesiones. «Es una maravilla comprobar cómo una escritora tan ambiciosa y llena de talento ha sido capaz de reimpulsar la tradición de la conciencia social, origen de las más conmovedoras obras maestras de la literatura estadounidense.»Los Angeles Times Como en su primera novela, Caminos ocultos (Siruela, 2012), Tawni O'Dell nos demuestra que posee un talento formidable para captar el humor y la humanidad incluso en las circunstancias más sombrías. En La fiebre del carbón nos devuelve a la región minera del oeste de Pensilvania. La ciudad de Coal Run es una comunidad de fantasmas y recuerdos. Después de que una explosión en la mina acabara con las vidas de muchos hombres y diera un vuelco al futuro de sus familias, las repercusiones aún se dejan sentir treinta años después. Ivan Zoschenko, el ayudante del sheriff, antigua leyenda del fútbol, nos narra a lo largo de una semana cómo se prepara para la inminente puesta en libertad de un antiguo compañero del equipo. Así nos presenta a personajes tan peculiares como su hermana, que fue reina de la belleza, tan sensata como divertida en los momentos más imprevistos; o su antiguo ídolo, Val Claypool. Y, con los sucesos de esa semana, Ivan deberá hacer frente a sus demonios y revelar el terrible secreto que pesa sobre su conciencia para zanjarlo de una vez por todas.

Tawni O'Dell (1964) nació y se crió en Indiana, en la región minera del oeste de Pensilvania. Se licenció en periodismo en la Northwestern University de Illinois y, tras pasar catorce años en la zona de Chicago, regresó a Pensilvania, donde vive con sus dos hijos. Es autora también de las novelas Coal Run (de próxima publicación en Ediciones Siruela), Sister Mine y Fragile Beasts.

EMPRESA MINERA DE CARBÓN J&P, N.° 9

14 de marzo, 1967

Un recuerdo

El día de la explosión en Gertie vi a mi padre cuando se iba a trabajar, como todas las mañanas. Los hombres que hacían ese turno en la mina lo llamaban mañana, pero para mí aún era noche cerrada, fría y silenciosa, salvo por el rumor lejano de los hornos de coque cada vez que las puertas se abrían y rugían las hogueras en el interior. Desde la ventana de mi habitación veía ensartadas en la ladera distante las bocas al rojo vivo, que se apagaban a un ritmo sostenido como cien ojos furiosos al acecho de nuestro valle.

No sabía muy bien qué era lo que me despertaba. Quizá el chirrido de los muelles del colchón cuando mi padre se levantaba de la cama en la habitación de al lado, o las palabras apenas audibles que intercambiaba con mi madre al despedirse, o el ruido de sus botas con puntera de acero al ir de un lado a otro por la cocina mientras se hacía el café.

Sea lo que fuera, conseguía arrancarme de la cama y mandarme medio dormido y descalzo por el suelo frío hasta la ventana de mi cuarto, donde esperaba a que mi padre saliera y cruzara el jardín de nuestra casa, al mismo tiempo que decenas de otros hombres cruzaban el jardín de sus casas, con el almuerzo en unas fiambreras plateadas del tamaño de cajas de herramientas, mascando ya solemnemente el tabaco para combatir la aspereza que les dejaba la carbonilla en la garganta.

No se reunían en la calle para ir todos juntos al trabajo, como cuando mi madre tenía mi edad y desde la ventana veía a su padre y a los demás hombres salir de las casas de tres habitaciones cubiertas de hollín en el pueblo minero, abandonado ya, que había a unos pocos kilómetros de aquí, siguiendo la vía del ferrocarril. Mi padre y los demás se marchaban de uno en uno, aunque, a la vez, en una soledad sincronizada.

Siempre le decía adiós desde la ventana cuando se paraba junto a la puerta del coche y levantaba la vista, yél siempre me hacía un gesto con la cabeza y esbozaba una media sonrisa, como si me reprochara que me hubiera levantado pero también me dijera que, mientras mi madre no se enterara, no había problema. Era un secreto que compartíamos solo nosotros dos, de hombre a hombre.

Hasta que laúltima luz trasera delúltimo coche o camioneta desaparecía de vista en la carretera al tomar la curva no me volvía a la cama, aunque ya no me durmiese.

Me detenía frente a la estantería de madera que me había hecho mi padre y contemplaba con orgullo mi pequeña biblioteca, que poco a poco iba creciendo con libros del abecedario y de los números, libros de camiones y de trenes, los libros de Little Golden y del doctor Seuss, y un compendio de las canciones deMamá Oca que mi madre conservaba desde niña.

Al final estaba el ejemplar deMaravillas de la naturaleza que Santa Claus me había dejado al pie delárbol el año anterior. Cada mañana me volvía a la cama y, arrebujado bajo las mantas con mi libro y mi linterna, buscaba la página de los perritos de la pradera, donde aparecía el diagrama del intrincado laberinto subterráneo en el que vivían, y dejaba volar la imaginación hasta el lugar adonde mi padre iba a trabajar todos los días.

No sabía gran cosa de ese lugar, porque mi padre y los demás mineros nunca hablaban de trabajo; solo hablaban del miedo que les daba perderlo. De lo poco que sabía me había enterado por mi madre, que una vez me explicó que trabajaban en túneles bajo tierra, de donde se extraía el carbón que tan importante era para todo el mundo. Nos suministraba la energía. Servía para hacer el acero con el que se construían los edificios. Sin carbón, el país se pararía en seco.

Me impresionó sobre todo que trabajaran en túneles bajo tierra; más incluso que la idea de un colosal chirrido de frenos que se oyera de una punta a otra de los Estados Unidos y que todo absolutamente se paralizara, hasta que mi padre, y el abuelo, y el tío Kenny, y Val, mi vecino, y el padre de Steve, mi mejor amigo, y el novio de mi profesora, la señorita Finch, y el padre de Jess, Clive Raynor, a quien apodaban Chimp porque uno de los mineros dijo una vez que prefería picar carbón con un chimpancé antes que trabajar a su lado, volvieran a las minas a extraer más carbón.

Fue lo de los túneles lo que me intrigó. Sabía que algunos animales como las marmotas, los topos o las serpientes vivían bajo tierra, pero no lograba imaginarme a los hombres ahí abajo.

Descubrí el mapa de la colonia donde vivían los perritos de la pradera en el libro que encontré junto alárbol la mañana de Navidad. Me acerqué a mi padre, que estaba sentado en su silla favorita fumando un cigarrillo y tomando una taza de café, sin entender por qué miraba de aquella manera tan rara a mi madre, que estaba en el sofá con las piernas desnudas bajo el albornoz, acariciando el salto de cama rosa satinado que le había traído Santa Claus.

Mi padre también llevaba un albornoz, uno de color gris, encima de un pijama del mismo color. Solo lo vi en pijama la mañana de Navidad y la vez que tuvo la gripe y mi madre lo obligó a faltar un día al trabajo. No le quedaba bien, se le veía incómodo, casi avergonzado, como si fuera un disfraz que quisiera quitarse cuanto antes.

Sostuve en alto el libro nuevo hasta que dejó de mirar a mamá a través de las volutas de humo suspendidas en el aire, después de unaúltima calada al cigarrillo, y abriéndolo por la página donde aparecía la colonia de los perritos de la pradera, le pregunté si una mina era algo parecido.

Cogió el libro y lo estudió con la misma seriedad con que abordaba todos los libros y todas las preguntas, y luego me miró con sus ojillos azules acerados, dos destellos de un color vivísimo en un hombre por lo demás completamente descolorido.

A veces, por la noche, observándolo en la cocina verde y amarilla mientras se aseaba después del trabajo, con el torso descubierto y los brazos sumergidos hasta el codo en el agua negruzca, me lo imaginaba como una silueta recortada de una fotografía en blanco y negro, pegada sin ton ni son en el mundo real, y, al igual que la gente de las fotografías en blanco y negro, parecía más nítido que la gente con mucho color.

Pálido de piel, moreno de pelo, la barba gris incipiente, los pantalones de trabajo grises, el polvillo negro del carbón, el humo gris del cigarrillo ascendiendo entre sus dedos o sus labios, y un tatuaje azulado bajo