: Jordi Sierra i Fabra
: El caso del falso accidente. Berta Mir detective
: Ediciones Siruela
: 9788498415032
: Las Tres Edades / Serie Negra
: 1
: CHF 7.90
:
: Kinderbücher bis 11 Jahre
: Spanish
: 272
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Con esta trepidante novela, Jordi Sierra i Fabra nos presenta a Berta Mir, que probablemente se convertirá en la detective más seguida por todos los jóvenes. «Auténtico fenómeno, Jordi Sierra i Fabra es el autor más leído por los adolescentes porque conecta con ellos, con la mentalidad de esta edad de grandes dudas y de grandes cambios, la edad de la rabia o de la rebeldía.»La Vanguardia La vida cambia para Berta Mir con dieciocho años recién cumplidos. Su padre, detective de profesión, sufre un accidente que resulta ser un intento de asesinato. ¿Quién querría asesinar a su padre, y por qué? Luchando contra el tiempo, Berta deberá resolver, con su ingenio y su valor, los tres casos en los que trabajaba su padre antes de que el asesino vuelva a intentarlo. Tres casos tras los cuales se esconde el culpable: ¿una mujer que engaña a su marido?, ¿un chico al que su padre hace seguir para evitar que tome drogas? o ¿una muchacha desaparecida, que se ha escapado de casa con su novio?El caso del falso accidente es la primera novela de Berta Mir, una chica que tendrá que tratar con criminales mientras sigue con sus amigos, sus amores, su grupo, tocando el bajo y cantando. Todo eso que forma parte de la complicada vida de una joven de dieciocho años.

JORDI SIERRA I FABRA (Barcelona, 1947) es un reconocido y prolífico autor de novelas infantiles y juveniles, muchas de ellas han sido llevadas al teatro, a la televisión y a la gran pantalla. Ha recibido múltiples galardones, entre ellos, el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por Kafka y la muñeca viajera o el Premio Cervantes Chico.

5


Parte del camino de regreso a casa lo hicimos en silencio. Dado que habíamos ido antes a por las llaves del despacho de papá, no tuvo que preguntarme nada. Conducía con elegancia, midiendo los gestos. Sé que un par de veces me miró de reojo, y yo también lo miré aél. Opuestos. Un tipo trajeado y treintañero y una chica informal y joven. Siempre me ha dado igual cómo me vea la gente y lo que puedan pensar de mí. Pero yo notaba su curiosidad, cómo observaba mi pelo negro y largo, mis ojos grises, mis labios carnosos. Hay quien me encuentra atractiva. El interés sin embargo no está en una misma, sino en los ojos que observan y en la mente que se monta la película. Me gustan mis manos, mi pecho, mis caderas. Lamento tener las piernas demasiado desarrolladas, como si corriera los diez mil metros. Estar recién salida de la gripe adolescente no es el mejor momento de la vida.

Y me sentía sola.

Sola y asustada.

–¿Es buena?–me preguntó de pronto en un semáforo.

–¿Qué?

–Me ha dicho que está en un grupo.

Me encogí de hombros.

–No lo sé.

–¿Modesta?

–Realista.

–¿Qué toca?

–El bajo, y también soy la segunda voz.

–¿Cómo se llaman?

–Aún no tenemos nombre. Primero hay que trabajar, encontrar nuestro estilo y todo eso.

–¿Qué tipo de música hacen?

–Rock.

–Creía que ya no se llevaba, que ahora todo era hip-hop, música electrónica...

–Creía mal.

Estuve a punto de decirle que no me tratara de usted, que me hacía sentir muy rara, pero decidí no hacerlo, mejor guardar las distancias. Quizá fuese una norma del departamento.

Yo misma podía ser una sospechosa. Una parricida.

Miré por la ventanilla para esconder mi cara y mis ojos, que de pronto se llenaron de lágrimas.

–Lo siento–suspiró.

No supe a qué se refería.

–Debe de ser muy duro–dijo–. Yo perdí a mi padre hace siete años, a los veintiocho, y todavía no lo he superado.

–Mi padre no va a morir–apreté la mandíbula–. Es fuerte, mentalmente fuerte, y también es la persona más firme que conozco.

–¿Es un buen detective?

–Sí.

–¿Tiene novia?

Lo atravesé con la mirada.

–No.

–Si saliera con alguien,¿se lo habría dicho?

–Sí, pero no es el caso. Sigue enamorado de mi madre.

–Perdone.

Llegábamos a casa. Eso impidió que la conversación se moviera por terrenos más pantanosos. Volvió a aparcar en la acera. Esta vez colocó un distintivo policial. Cuando entramos en el portal la señora Pilar no me dejó salir indemne.

–¡Berta!¡Bertita!–me detuvo espantada–.¿Qué me han dicho...?

–Se está recuperando–fue laúnica información que le di.

–¡Gracias a Dios!–se llevó una mano al pecho–. Pero¿se pondrá bien del todo...?

–Tenemos que esperar un día o dos–abrí la puerta del ascensor y di por terminada la conversación.

–¡Saluda a tu madre de mi parte!

El ascensor subió y solté el aire retenido en mis pulmones. Cuando paramos en la tercera planta, la cuarta si se cuenta el entresuelo, ya tenía las llaves del piso en la mano. Abrí la puerta, entramos y luego la cerré.

Tuve la misma sensación que en el despacho de papá.

Desasosiego.

–Venga–precedí el paso de Alfredo Sanllehí.

El despacho estaba cerrado y a oscuras. Dejé la puerta abierta y subí la persiana. Elúnico vicio de mi padre eran los sellos. Tenía uno de susálbumes sobre la mesa, flotando en un mar de papeles, periódicos, recortes, la agenda telefónica, cartas de propaganda y correo sin abrir. Allí no estaba todo ordenado como en su lugar de trabajo, o el sitio que utilizaba para recibir o hablar con sus clientes, porque en realidad su lugar de trabajo era siempre la calle. Recogí elálbum y lo guardé en el armario. De vez en cuandoél me decía que aquello valía bastante, que los sellos se revalorizaban siempre, como para avisarme. Para mí era elhobby más aburrido del mundo.

El policía no hizo nada hasta que yo se lo indiqué.

–Aquí lo tiene–señalé el ordenador.

El que había en casa era un ordenador de mesa, más pesado, más antiguo, aunque de la misma marca, Apple. Yo ignoraba si mi padre guardaba algo del trabajo enél. Alfredo Sanllehí apartó alguno de los papeles mientras yo revisaba el correo por si acaso. No encontré nada significativo y me puse a su lado para ver la pantalla.

Bastaron tres minutos para darnos cuenta de que también lo habían limpiado y vaciado, porque no quedaba el menor rastro de lo que hubiera hecho elúltimo usuario, ni en la memoria, ni en el historial y mucho menos en la papelera.

–Dios...–gemí sintiendo que la realidad me oprimía más y más.

–¿Pudo limpiarlosél?

–¿Mi padre? Lo dudo.¿Con qué objeto?

–¿Tiene usted su propio ordenador?

–Sí.

–¿Puedo verlo?

Me puse roja, como si guardase más que mis intimidades enél. Alfredo Sanllehí se dio cuenta.

–Seré discreto–me prometió.

–No es que tenga muchos secretos–me encogí de hombros.

Le guié hasta mi habitación. No era precisamente un ejemplo de limpieza y orden, pero no quise excusarme como hubiera hecho la mayoría de la gente. Yo no soy como la mayoría de la gente. Ni siquiera me molesté en guardar la ropa interior, limpia y planchada, que la abuela había dejado sobre la mesa antes de la llamada del hospital. La noche pasada ni la había tocado. El inspector se sentó en la silla y por tercera vez puso en marcha un ordenador aquella mañana.

Mis archivos quedaron expuestos.

«Canciones»,«Poemas»,«