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Dos veteranos en un coche rojo
La soleada mañana en que partimos parecíamos dos chicos haciéndonos la rabona, que es como se llama en la Argentina al faltazo a la escuela. Fuimos a mirar el inmenso río una vez más, y el caudal impresionante del Paraná –como siempre me sucede– logró sosegar la ansiedad casi infantil que me ganaba. Fernando me miró con sus ojos de poeta encendidos y me dijo, en voz muy baja y con su inconfundible acento madrileño: «Mucha suerte, hermanito». En ese momento un biguá1 se hundió en el agua para cazar un pez, pasó una lancha con pescadores felices que regresaban de una noche en vela, y yo estuve seguro de que el viaje que íbamos a emprender valdría la pena.
Fernando y yo tenemos hijos ya grandes, y ambos estamos en edad de ser abuelos. Canosos y con más arrugas de las que nos gustarían, en ese momento éramos dos cincuentones felices de la vida porque marchábamos a una aventura que habíamos soñado todas nuestras vidas. Estábamos a más de 4.000 kilómetros de distancia del fin del mundo –nuestro objetivo– y nos lanzábamos a semejante viaje en un coche pequeño, de ciudad, el que yo uso todos los días.
Habíamos preparado esta aventura durante todo 1999 y, naturalmente, nos parecía encantador y simbólico el hecho de concretarla en el inicio mismo del año 2000. Fernando enseña en la Universidad de Virginia, en Estados Unidos, y quería aprovechar un período sabático de clases. Yo necesitaba despegarme de lo cotidiano para concentrarme en la novela que venía trabajando y que tenía completamente atascada, como un hueso en la garganta. Me daba vueltas en la cabeza y la verdad es que me estaba complicando la vida mucho más de lo aconsejable. Algo me decía que la Patagonia me reservaba la resolución de ese texto que yo buscaba desde hacía mucho tiempo, e incluso cuando salimos tenía en mente algunos títulos tentativos:Cuaderno provisorio de la Patagonia;De este lado del cielo e inclusoPatagonia Blues. Cualquiera de ellos me parecía con posibilidades y eso, para mí, siempre es importante: todo texto que trabajo debe traer consigo, desde el inicio, algún título probable. Aunque solo sea para acompañarme durante la escritura. Claro que en este caso primero debía hacer el viaje. Y por supuesto, no estaba nada seguro de que ello resolvería mi problema narrativo.
Durante todo el año planeamos el viaje, a través del correo electrónico, y decidimos que entre treinta y cuarenta días serían suficientes para nuestro propósito. Teníamos, además, una fuerte limitación económica y por eso nos fijamos una cantidad de dinero como el coste tope que podíamos afrontar: hicimos un fondo común de 2.000 pesos, o dólares, cada uno, y establecimos que si ese dinero no nos alcanzaba nuestro viaje no tenía sentido. Con una camioneta 4x4, mucho dinero y tiempo de sobra, cualquiera puede recorrer la Patagonia.
De modo que nosotros lo mejor que llevábamos era nuestra decisión. No era que nos lanzáramos a semejante viaje improvisadamente, pero tampoco habíamos querido preparamos en exceso. No teníamos una ruta prefijada ni habíamos tejido demasiados contactos. Teníamos algunos amigos con quienes contar en una emergencia, pero no queríamos que nuestro viaje fuera un típico y previsible recorrido turístico. La Patagonia nos parecía tan fascinante y misteriosa que preferíamos no estar preparados para lo que nos ofreciera. Lo excitante era precisamente no saberlo todo. Como cuando uno se va a encontrar con la mujer largamente deseada no son los planes previos los que garantizaran la fascinación del encuentro. Al contrario, habrá que improvisar y la magia del momento estará basada en la sorpresa